Jeffrey Zamora, para La
Nación
Sin piedad
Ahora que muere la tarde
los grillos me recuerdan la dialéctica de los
ciclos.
Estoy en la parte trasera de la casa,
en el mismo sitio donde solía fumar
a escondidas de mi madre,
cuando volvía del colegio.
Escucho los grillos desde entonces;
siempre han estado ahí,
al igual que la invisible genética que me
conforma.
A esta hora el calor aún molesta
y comienzan a visitarme ciertos deseos
que me cansé de reprimir.
La nostalgia pinta de amarillo
el pedazo de cielo que logro ver desde acá,
acuclillado en esta parte de la casa
que nadie de afuera conoce,
donde ocurrieron tantas cosas
que he decidido olvidar.
Entre grillos, calor y deseos,
esta erección me resulta incómoda.
Ya no fumo, y eso vuelve todo peor.
La tarde me consume de nuevo,
sin piedad.
De Dialéctica de
las aspas, p. 8
Prénoms
Fred, sobre la cuerda exterior de la ironía,
baila un tango con el hermano de su novio recién difunto. En aquella ciudad se
habla francés, aunque se encuentra lejos de Francia; tan lejos, como si un desierto
azul se levantara entre ambos territorios. A veces hablo de Fred, cuando en
realidad quiero hablar de mí; a veces hablo de otras ciudades porque estoy
hundido en esta, más allá de las rodillas. Creo que el único destino es seguir
hundiéndome, hasta que la arena me llene la boca, hasta que tenga que comer
aceras y vitrinas. Como en la vieja Buenos Aires, no debe cuestionarse el baile
entre hombres: hace casi cien años que la intuición muscular atropelló su
presunta indecencia. A veces soy Fred, y no quiero serlo. De hecho siempre lo
soy, pero nací para esconderme de ese nombre de cuatro letras, y lo disimulo
con seudónimos que encuentro en los libros que me sirven de cama. No estoy en
Burdeos ni en Toulouse –quedó claro desde el inicio– y yo, aunque Fred, ahora
me llamo igual que Klimt y Mahler. Confieso que esta noche no tengo con quien
bailar.
De Los amores imaginarios, p. 5
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Tengo miedo de los amores imaginarios
y más aún de los reales.
Estoy harto de la testosterona aparente
y de los amigos que viven en la casa donde
nacieron,
sin ningún respeto por la evolución y la
historia.
Me cansé de las lecturas ensayadas
y de la gente que se complace con lo que
escribe.
¿Quién dijo que escribir debe llevar a la
complacencia,
y no más bien al estrujamiento de las
diferentes vidas
que conforman la única que gastamos?
La eterna disyuntiva entre para qué escribir
y por qué no hacerlo.
Escribir para acrecentar el pánico:
he ahí una vena abierta
que juega a acabar las cosas de pronto,
brevemente,
con el apuro de los satélites,
tan superior al de los planetas,
tan inferior al de los electrones.
Acabar las cosas de pronto,
de manera inesperada,
como cuando nos distraemos por un instante
y malogramos la masturbación
que nos entretuvo el cuarto de hora:
un movimiento de más
que echa a perder los trescientos anteriores.
Miedo a ese movimiento,
y al de los ojos que estamos seguros de que
nos miran
cuando nos vemos obligados a caminar por la
calle.
Miedo a la esquela y al epitafio,
a la posibilidad de que el fruto carnoso
esté infectado en el centro
con el caldo de muchos gusanos,
al aguijón que imprime la abeja
junto a sus entrañas.
Miedo a tener que morir
como única garantía de supervivencia.
Miedo y cansancio,
los dos colores de la bandera de un territorio
que se aproxima a raudales,
en franco desafío
a las coordenadas comunes.
Cansancio de mi olor:
del olor de mis ingles
que, con ayuda de mis manos,
se me ha hecho vicio explorar
en lugares públicos;
del olor de mis manos,
que cuando no huelen a mis ingles
huelen a desinfectante o alcohol;
del olor de mi camiseta,
con el que siempre me encuentro
en la parte más sorda de las madrugadas.
Ante todo y por todo,
miedo de mí,
cansancio de mí.
De Los amores imaginarios, pp. 33-35
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Los amores imaginarios
fueron un último recurso
para guardar las apariencias.
Eso de andar con los ojos clavados en el piso
me llegó de antigua data,
del tiempo en que usaba unos pantalones
que no me cubrían del todo los muslos.
De ese tiempo guardo pocas fotografías
y las que conservo
se adhirieron entre sí.
Las tablas verdes de mi cuarto,
los adornos de navidad
hechos por ella,
que aún es la misma
aunque se peine distinto
y disimule las consecuencias de la parálisis;
la puerta de dos hojas,
detrás de la que todos los sábados
escuchaba gemidos
con desconocimiento de causa;
las grietas del suelo,
tan parecidas a las de mis piernas.
Luego,
la falta de dignidad
y los enamoramientos absolutos,
tan falsos,
tan intensos,
de todos los cuales fui causa
pero nunca merecedor.
Lo mío fue amar a los demonios,
vivir de las ausencias,
pretender hacerme daño;
rozarme la garganta con la lengua
para sentir mi sabor,
y, entonces,
conocer el miedo
y la repugnancia.
De Los amores imaginarios, pp. 51-52
Gustavo Arroyo es un escritor
costarricense nacido en San Ramón de Alajuela en 1977, donde es confundador y
miembro del grupo literario Ceniza Huetar. También formó parte del taller
literario Tráfico de Influencias. Ha publicado los poemarios Dialéctica de las aspas (2014), Círculo de diámetro variable (2016) y Los amores imaginarios (2016).
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