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Críticas sobre "Nadie que esté feliz escribe"



Nadie nos ha enseñado a ser felices


Jonatan Lépiz


Uno

Nadie que esté feliz escribe es el título del nuevo libro de Gustavo Solórzano-Alfaro. Digámoslo de una vez, estamos ante un libro de celebración de la vida que hay que leer. El título, a primera vista, parece una sentencia; sin embargo, conforme avanzamos en la lectura, nos percatamos de que el libro parte de una paradoja: ¿es posible ser feliz y escribir?; la paradoja es doble: ¿se puede, acaso, no serlo y vivir?

A partir de este principio, Nadie que esté feliz escribe escarba la tierra de la nostalgia. El libro no se funde en un eterno presente o en un pasado añorado, más bien, todo se conjuga de otra forma, como si la felicidad fuera un verbo. Imaginen. Las fronteras que separan los tiempos verbales se difuminan. No existe más pasado, presente o futuro, quizá por eso, en su estructura, resultan artificiales las fronteras entre los géneros: poesía, ensayo, prosa; y el libro anda a sus anchas ya sea por el verso blanco, el verso libre, la prosa ensayística, el comentario, la nota al pie.

El texto sustenta una idea ontológica: ¿cuál es nuestro papel en el mundo? Es cierto que nos sentimos escindidos de la naturaleza, que ningún bicho que habita el planeta se parece a nosotros, y, más allá del material genético compartido, somos el único animal capaz de transformar su entorno y destruirlo hasta hacerlo inhabitable. Por eso creamos desde la fisura, inventamos la cultura y la civilización, pero nadie nos enseñó a ser felices.

Pensamos que no merecemos el amor o la alegría, que el mundo, por ser adverso a nosotros, debemos de enfrentarlo con violencia, así entendemos la creación: una forma de destrucción y no de ternura, ese es nuestro estar y ser en el mundo, nuestra Weltanschauung.

En uno de los textos, la voz narrativa remata, no sin cierta ironía, “¿No es acaso el sueño eterno / fundirse con la naturaleza?” ¿Ese es realmente el sueño eterno? ¿Será la muerte acaso eso? En otro texto también se nos habla sobre el fin de las cosas: “cuando todo se acabe y vuelva a empezar / cuando el mundo entero se derrumbe / por fin”. No obstante, lejos del patetismo secular de mucha de la poesía escrita en nuestro país, el libro va más allá e intenta abrirnos un camino a través de la ternura. Por eso, el fin no es el fin, es una forma de renacer, de construir, de volverse a colorar en el mundo desde otro lado.


Dos

El epígrafe de Mircea Cartarescu, que abre el libro, nos advierte que “la escritura no va de la mano de la riqueza y la felicidad”. No es de extrañar, entonces, que la voz que habla en el primer poema, “Variaciones sobre el tema de Fausto”, le pida a una Margarita con celular que lo abandone, aunque sea por unos segundos, para componer, desde la miseria, un par de versos memorables.

Desde este punto de vista, la escritura, más concretamente la poesía, obedece a un proceso racional, no a la inspiración. Escribir es un esfuerzo físico, una memoria corporal que se va nutriendo a lo largo del libro. La escritura, al igual que la vida cotidiana, consiste en una suma de acciones que nos mantienen a flote.

La vida cotidiana es una resistencia, en ella, todas las personas escarbamos, hacemos diligencias, buscamos, realizamos tareas de remodelación, colgamos plantas, taladramos, pintamos, eliminamos hormigueros, le damos de escobazos a enjambres de avispas, nos movemos, nos quedamos estáticos.

El cuerpo es nuestra memoria sobre el mundo, la cual se manifiesta por medio de lo que hacemos, parte de lo que hacemos es la escritura, la poesía, que se convierte en una lucha contra el tiempo, contra el óxido que los días le van ganando a nuestros huesos. Por eso, el interés del libro radica en la composición del lenguaje, sus minucias que se construyen desde las acciones cotidianas, cuerpo y lenguaje se entrelazan y acomodan al mundo, moldeándolo de nuevo.

La textura del lenguaje, su gramática, resulta fundamental en el libro, sobre todo la gramática del amor, la construcción de un sentimiento que se dice por medio de acciones y un lenguaje distinto: “Mi esposa ha salido a trabajar. / Espero su llegada [] Acaso sea ella la única línea que necesito”. El amor, su gramática, una búsqueda que desemboca, también, en el mundo material, somos porque estamos: “Mi amor está aquí, / en mis rodillas, en mis manos, / en esta espalda que levemente / ya empieza a encorvarse”.

Es cierto, como bien dice el libro, tanto el dolor, el amor o la felicidad dependen del idioma. Repito, nos encontramos ante un libro de celebración, de gozo de lo cotidiano, por eso su metáfora es la casa, el espacio donde se escancia el vino con la amada o se mide la memoria del mundo por la falta de respuestas en una biblioteca. El sitio donde somos, hacemos y estamos.

Aunque en varios textos de Nadie que esté feliz escribe se escriba desde la ausencia esta no necesariamente es dolosa. La escritura es ausencia, por medio de ella se intenta llenar el hueco del mundo con palabras, con las voces de nuestra historia. Y aun así, nuestra historia nada dice de nosotros.


Tres

La poesía, como toda literatura, es ficción. Uno de los mejores finales del libro dice así: “Todos somos fantasmas / rondamos las páginas de poemas irresueltos / al igual que rondamos las páginas porno/ a altas horas de la noche/ como remedio para la vida”.

Este libro es un viaje, un gran viaje, el cual concluimos sabiendo que, a fin de cuentas, una persona feliz también escribe.


                                                                        Publicado originalmente en el suplemento Áncora (sección “Librero”),


Jonatan Lépiz es un escritor y editor costarricense, nacido en 1981, Premio Eunice Odio de poesía 2014 y autor de los poemarios Batallar contra la noche (2007), el humo de las cosas (2014) y Cuando fuimos inocentes (2015). Es el director de Ediciones Espiral.





La poesía es materia artesanal


Álvaro Rojas Salazar


Una casa, unas ciruelas, un árbol de mangos, una fuente importada de Escocia en la que se bañan tres niños en Alajuela, esa ciudad en la que está un aeropuerto que es el destino final de los viajeros que, en verdad, vuelan a San José; lo cotidiano, lo sensible, lo que surge del desasosiego de un hombre solo que espera a su esposa por unas horas que se le hacen insoportables; de cosas así está hecha la vida, de cosas así se puede hacer poesía.

El escritor y editor Gustavo Solórzano-Alfaro acaba de publicar con Nadar Ediciones de Chile Nadie que esté feliz escribe, un libro de poemas independientes entre sí, sencillos y honestos, escritos desde el vacío, desde la falta y tal vez, unidos por una idea: la poesía es materia artesanal; se hace con las manos, así como se ordenan los muebles o se recogen los frutos maduros que descansan en un patio lleno de hojas y de raíces. El del poeta es un oficio, como el del jardinero o como el del copero:

Entre semana el copero de seguro no existe ni ocupa un espacio en el mundo. Pero, vamos, me doy cuenta de este egoísmo. O no. Ha de ser una forma común de la reciprocidad.

'Copos, copos, granizados', anuncia con voz algo quebrada, como un canto antiguo, como si supiera que la reiteración le permite completar un impecable octosílabo. 'Este hombre entiende el ritmo gangoso del idioma', me digo.

El poeta imagina a ese copero que recorre las calles de una ciudad dormida, gritando al viento todo lo que lleva en su carrito, para detenerse a trabajar con sus manos y con sus herramientas, el hielo del que conoce sus secretos, el sirope y el calor que vuelve a la gente sedienta.

Así también, él sueña cosas maravillosas, como administrar por un tiempo corto, por unos meses, un hotel de provincia, un hotel que se llame Lautréamont, del que ama el sonido del nombre, su patio interior lleno de flores, las visitas de la gente importante a la que él atiende con unas cualidades de anfitrión que no tiene; los momentos para escribir y haber conocido en ese lugar de la imaginación a una mujer que lo hizo temblar, a la que no le importa dejar, al igual que a todo lo demás, antes de que el banco llegue a tocar a su puerta para cobrarle el préstamo que le permitió ser hotelero por unos cuantos días.

Solórzano-Alfaro observa lo cotidiano, lo recorre con su mirada inteligente y también, de pronto lo hace saltar, le encuentra grietas por donde fugarse, de pronto, las cosas de todos los días lo llegan a cansar:

¿Quién no añora la tercera guerra mundial?

¿Quién en su fuero interno no se emociona con la adrenalina de imaginar un
conflicto armado de gran escala?

Nuestras vidas son tan simples. Nuestros sueños tan escasos […]

Queremos ser historia para salir de ella. Queremos saber lo que se siente ser
parte de algo más grande que nosotros mismos.

¿Quién no añora una guerra? Cualquiera, cualquier guerra.

Y esa guerra que él añora para hacer explotar en mil pedazos la vida simple y común de todos los días, el aburrimiento, nos lleva al título del poemario que nos remite a su vez a esa idea que Tolstoi expone en Ana Karenina: “de las familias felices no se escriben novelas”, que podemos extender y decir: “los países felices no escriben buena literatura” y es que es una idea que recorre occidente tratando de explicar las fuentes primarias de la escritura y de la narración de historias, también está en Alonso Quijano que se sueña Quijote y caballero andante o en Madame Bovary, que escapa de su marido, médico y mediocre, leyendo novelas y enredándose con amantes por las calles conservadoras de su ciudad; y en el  Decamerón de Bocaccio, donde los relatos que se cuentan los jóvenes en un castillo a salvo sirven para evadir a la peste y a la muerte, en fin, es una idea importante que Solórzano-Alfaro liga con el doctor Fausto y con Margarita; con la que le rinde, al final del libro, un homenaje al profesor Manuel Picado: “El título del libro es una frase que solía repetir el teórico literario y psicoanalista costarricense Manuel Picado. A lo mejor el origen sea otro, pero lo que importa aquí es su gesto. Esa es mi forma de agradecerle por todo”.

Solórzano-Alfaro coquetea con la tristeza y con la pérdida como fuentes de la escritura y de su poesía y sin embargo, como el poeta de su libro es un hombre práctico, que ama la seguridad y los oficios manuales, cuando las cosas llegan a sus límites, cuando se trata de escoger entre ser feliz o escribir, él se inclina por su esposa, por la que no tiene tiempo para el Facebook, la que ordena su vida, la que comparte con él la televisión y el vino, la que le hace creer que los vacíos se pueden llegar a llenar con algo. Esa mujer a quien él le dedica sus poemas.


                                              Publicado originalmente en el suplemento Los Libros,


Álvaro Rojas Salazar es un escritor costarricense nacido en 1985, autor de la novela Greytown y de la crónica Telire (ambas del 2017). Durante muchos años se ha dedicado a la crítica literaria, la cual ha compilado en el volumen de pronta aparición Con el lápiz en la mano.



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