París,
Alajuela
Habíamos
llegado a París con la intención de conocer a Renzo pero sobre todo con el
ánimo de ver la nueva película de Godard. El mismo día de la llegada me puse en
contacto con Fabiola, nuestra corresponsal argentina en cuanto a amistades peligrosas
se refiere. Me dijo que Renzo nos esperaría frente al Cine Rojo y me dio la
dirección. Nos montamos en el tranvía, que nos dejó en una calle relativamente
desierta. Empezamos a caminar hasta que poco a poco fuimos divisando algo más
de gente cerca de un parque. Llegamos y de inmediato vimos el cine, que
efectivamente era rojo. El parque y el cine eran sumamente parecidos al Parque
de los Mangos y al cine Milán, en Alajuela, lo cual nos causó algo de gracia.
Para más curiosidad, parecía que había algunas obras en proceso, pues frente a
la fachada del cine se alzaban montículos de arena y piedra. Detrás de estos se
divisaba un grupo de personas, entre las cuales creímos distinguir a Renzo, con
su piel morena y sus colochos. Sin embargo, acercarnos nos tomó siglos. Era
como si en el medio hubiese una barrera invisible, que nos impidiese acercarnos
de una vez. A esto se sumaba una especie de angustia. Por fin, rodeamos uno de los
montículos y el mismo Renzo pareció reconocernos. Se levantó, saltó el
montículo y se presentó. Nos dijo que pronto abrirían el cine, pero que debíamos
esperar que removieran la arena y la piedra. Elsa decidió ir a ver algunos de
los puestos de ventas callejeros, mientras Renzo y yo empezamos a caminar y a
conversar. Lo primero que hice fue tratar de retener el lugar en el que
estábamos, para no perdernos luego en el camino de regreso. Poco a poco fuimos
avanzando, hablando de las trivialidades lógicas cuando uno recién se topa con
alguien por primera vez. A los pocos minutos noté que estábamos de nuevo en una
calle bastante solitaria, en un bonito barrio. “Ahora sí me perdí”, pensé, “qué
madre, será difícil regresar. Ni modo”. De pronto, vuelvo a ver a Renzo y ya no
encuentro ni la piel morena ni los colochos. En su lugar, caminaba y conversaba
conmigo un señor de piel blanca, tirando a rosada, de pelo también blanco, muy
delgado, pero eso me resultó de lo más natural. Llegamos a una pequeña plaza
donde nos sentamos. En ese momento fue cuando me di cuenta de que ese señor definitivamente
no era Renzo, y que él tampoco tenía la más remota idea de quién era yo. ¿Por
qué entonces se había presentado y había aceptado que lo llamáramos Renzo y
estaba caminando y conversando conmigo tan amablemente? Pensé que a lo mejor
era alguna costumbre parisina. Acompañar a los viajeros perdidos. Sentados, lo
noté incómodo. Empezó a darme algunos consejos. Me dijo que lo primero que
debía hacer en París era comprarme una camisa de piquito. “¿Sabés que es una
camisa de piquito?”. Yo, por supuesto, no tenía ni puta idea de qué diantres era
una camisa de piquito, pero le dije que sí, que claro, y que sí, que me
compraría una. Pero lo miraba de arriba abajo y me daba cuenta de que su camisa
era prácticamente igual a la mía. Me reservé otros comentarios y le seguí la
corriente. En todo caso ya era algo tarde. Nos habíamos perdido la película y
yo debía regresar para ver dónde estaba Elsa. Me excusé. Me despedí de nuestro
nuevo Renzo y caminé unos pocos metros, hasta ver otra vez grupos de gente, los
puestos callejeros y distinguir a Elsa con su abrigo blanco caminando entre la
gente. Era ella, sí, en el Parque de los Mangos, frente al conservatorio de
Alajuela.
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Saludos
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