“A
mí también me desagrada”. “I, too, dislike it”. El verso es de Marianne Moore,
y con este arranca el escritor Ben Lerner (Kansas, 1979, autor de Leaving the Atocha Station) su ensayo
The Hatred of Poetry [El
odio a la poesía]. Continúa el
poema de Moore sugiriendo que debemos leer poesía con cierto desprecio, porque
solo de esa forma encontraremos luego un espacio para lo genuino. He aquí el punto
de partida, la tesis del ensayo (pp. 3-4).
Cada
cierto tiempo aparecen defensas de la poesía o visiones apocalípticas que la
dan por muerta. Zagajewski consideraba que las defensas suelen resultar
patéticas, pues generalmente son hechas por los mismos poetas, y evidentemente,
¿qué podríamos esperar de esto? Quizá por eso este ensayo de Lerner toma la vía
contraria: odiar la poesía es consustancial a esta forma de arte. ¿A qué se
debe esto?
La
respuesta de Lerner no es simple, pero podría sintetizarse del siguiente modo:
hay en la poesía y en los poetas un ideal de trascendencia que no puede ser alcanzado
por ningún poema. Esta fractura que se produce entre la aspiración y la
concreción del poema no logra ser nunca subsanada. Por eso mismo es
perfectamente comprensible que los mismos poetas odien la poesía, porque serán
ellos el blanco de los lectores, que ciertamente esperan demasiado de la
poesía: una promesa que nunca se cumple.
Ben Lerner. Fotografía de The New Yorker.
Por
supuesto que esa expectativa se debe a la escuela, a la enseñanza (y a muchísimos
poetas ingenuos o torpes): la poesía es elevada, revela las verdades más
ignotas del ser humano, los arcanos del universo; su lenguaje es el más puro y
excelso. Cuánto desearíamos que fuese así. Bueno, en realidad de esto no estoy
muy seguro. En todo caso, el punto es que esta expectativa no se llena.
Ahora
bien, es evidente que debemos tomar la palabra “odio” con cuidado. Sabemos que
la distancia o el paso entre el odio y el amor o viceversa es muy corta, y que
culturalmente estamos dispuestos a aceptar que a veces parecen comportarse del
mismo modo e implicar las mismas cosas. De hecho, abundan los ejemplos de
autores que “odiaban” la poesía en la escuela y luego terminaron dedicándose como
unos ilusos a ella. Igual que en la amistad, igual que en las parejas: primero
no nos soportamos y deseamos que caigan sobre el otro todas las pestes, y luego
no podemos separarnos.
El
odio hacia la poesía se nutre de esa sensación de imposibilidad, de fracaso. La
historia nos llena con ejemplos aspiracionales, voces universales capaces de
hablar en nombre de todos los seres del mundo, escritores tan dotados que
conocen la antigua lengua de los dioses. Sin embargo, la realidad del presente
(este presente y todos los anteriores y por venir) echa por tierra esta noción.
Homero con suerte le cantaba a cuatro gatos reunidos en el ágora. Platón
expulsó a los poetas por fiesteros. Rimbaud prefirió irse a cazar jabalíes.
Whitman, esa gran voz de “América”, era más feliz cantándose y celebrándose a
sí mismo, y Ginsberg apenas si logró gritar. Las certezas desaparecen. ¿Qué es
un poema? ¿A qué debe aspirar? ¿Podemos imaginar un lenguaje poético que una
(sea como gesto político o meramente humanitario) a todas las razas; a hombres
y a mujeres, a blancos y a negros, a pobres y a ricos?
Difícilmente
podemos creerlo posible. La razón del arte es recordarnos siempre la
imposibilidad, el fracaso (esto no necesariamente lo dice Lerner, o al menos no
lo dice así). La imagen del poeta como la voz del pueblo choca completamente
con la actualidad. Hoy si acaso podemos aspirar a diluir el rasgo biográfico en
un texto que pueda ser apreciado por unos cuantos, a exponer algunas ideas o
emociones capaces de conectar en algún punto con unas pocas personas.
¿Es
esta una derrota de la poesía? ¿Una perspectiva mediocre? Muy al contrario. Es
una experiencia y perspectiva concreta, lejos de poses ingenuas o de sacralizaciones
absurdas. Es una reconciliación con la escritura y con la vida misma, un
bálsamo que sana las heridas dejadas por una batalla perdida cuando se asume
como una cruzada y no como un acto humilde, como una vocación que sí, en el
fondo, nos da algunos pequeños chispazos de alegría, porque solo a eso podemos
aspirar: a unos breves momentos de iluminación. Curiosamente, la única manera
de atisbar esos chispazos, esos breves momentos, es continuar ascendiendo como
el Sísifo de Camus, plenamente conscientes de lo “inútil” de la empresa,
tranquilos y en paz con la perspectiva de que no seremos llamados a leer un
poema frente a las cámaras de televisión del mundo entero el día del traspaso
de poderes en que vemos por fin el ascenso de Donald Trump.
La
poesía, los poemas, se mueven dialécticamente entre su defensa y la posibilidad
de ser denunciados (es decir, criticados, puestos en crisis), y solo con esas
herramientas, con ese desprecio, con cierta amargura, es que finalmente
lograremos atisbar algo parecido –quizás–
al amor (cfr. pp. 85-86).
Ben Lerner (2016), The Hatred of Poetry, New: York: Farrar,
Straus and Giroux, 96 pp.
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