Los
ejemplos de grandes narradores que empezaron su camino literario a través de la
poesía abundan (lo opuesto es poco usual). Y si tales son los casos, lo más
probable es que desemboquen de nuevo en ella. Aunque para ser más justos
deberíamos decir que jamás la abandonaron. Esto sucede con Carlos Cortés, cuyos
mayores reconocimientos se deben a su trabajo como novelista.
En
el 2015, luego del éxito de su novela Larga
noche hacia mi madre (Alfaguara, 2013), reunió su poesía completa en un volumen publicado por Germinal: Vestigios de un naufragio.
Poesía reunida: 1980-2015 (G.A. Chaves hizo en su momento una excelente
reseña
de dicho libro). Ya ahí se incluía una versión de La casa vacía, los textos poéticos más recientes de Cortés.
Luego,
el año pasado, de la mano de la editorial española La Isla de Siltolá, vio la luz Festín en época de peste. Antología
(1980-2015), una colección de gran valor, que nos permite acercarnos al
universo poético cortesiano, y donde nuevamente aparece La casa vacía (2015), en una versión final, sección de la cual me
interesa hablar.
La casa vacía aquí es un
conjunto preciso y doloroso de 20 poemas. El título simboliza ese proyecto
literario que Cortés ha tejido en toda su obra: la deconstrucción de la casa
familiar, de la casa-nación, de la patria, de la identidad. Son poemas íntimos,
que no renuncian a la ironía; son textos que juegan con un registro altamente
personal pero que nunca caen en el facilismo o en la obviedad. Son poemas sobre
los mitos fundacionales del sujeto.
El
primer verso es una sentencia, un golpe de tambor que marca con firmeza el
tono: “Las infancias son siempre tristes” (p. 169). (Me fue imposible no
escuchar un eco de las famosas líneas iniciales de Historia de dos ciudades o de Ana
Karenina.) A partir de ahí inicia el viaje por la memoria, por el desvaído
y nada heroico álbum familiar: abuelos duros, tíos que no son tíos, líneas
genealógicas borradas, padres que también son hijos y son el espejo de sus
padres, reflejos opacos y confusos. Y una madre, la madre: inicio y final, luz
agónica y terrible.
La
poesía de Cortés sabe moverse en el registro breve y en el registro más
extenso; sabe jugar y sabe cuándo mostrarse vigorosa, de largo aliento. Los
textos que conforman La casa vacía
son ejemplo de una poesía depurada y madura, de ritmo vibrante, entre la
cadencia de la prosa y del verso bien apuntalado. La cuidada ejecución de los
poemas y la eficacia de los resultados son realmente notables, y todo esto
dicho de un lenguaje y un estilo capaces de evocar con sutileza y fortaleza las
más dolorosas experiencias y los más oscuros recuerdos.
No
cabe duda de que con este libro, y con el doble repaso de su poesía, Cortés se
ubica como uno de nuestros poetas más importantes, en todos los sentidos que
podamos darle a esta palabra.
Varios
poemas destacan, dentro de los que podemos citar “Busco la casa…” (p. 183),
“Instrucciones para inmortalizar un abrigo” (pp. 183-184) o “Petersburgo /
Granada” (p. 186). También, dos poemas completos que quisiera compartir, a modo
de ejemplo de lo expresado, con la vehemente invitación para que “volvamos a
Cortés”.
Como amanecer de un día para otro…
Como amanecer de un día para otro sin columna vertebral. Perdido en mi cine interior. Así fue la muerte de mi madre. Es complicado de explicar. Mi otra vida muriéndose de cáncer sin morirse de cáncer.
Mi tía es mi prima. Mi hermano no es mi hermano. Es complicado de explicar y tampoco quiero explicarlo. La navaja de las horas corre veloz por la garganta seca. Hay días en que lo posible se vuelve noche y las alas de la noche se cierran sobre mí como una cortina de sangre. Y es complicado de explicar. Hay días que son noches y yo sigo desterrado de mis ojos viéndote de lejos como si no tuviera cuerpo y los gusanos se cobijaran con mi lengua.
Así fue la muerte de mi madre. Y no era mi madre. (p. 176)
Como amanecer de un día para otro…
Como amanecer de un día para otro sin columna vertebral. Perdido en mi cine interior. Así fue la muerte de mi madre. Es complicado de explicar. Mi otra vida muriéndose de cáncer sin morirse de cáncer.
Mi tía es mi prima. Mi hermano no es mi hermano. Es complicado de explicar y tampoco quiero explicarlo. La navaja de las horas corre veloz por la garganta seca. Hay días en que lo posible se vuelve noche y las alas de la noche se cierran sobre mí como una cortina de sangre. Y es complicado de explicar. Hay días que son noches y yo sigo desterrado de mis ojos viéndote de lejos como si no tuviera cuerpo y los gusanos se cobijaran con mi lengua.
Así fue la muerte de mi madre. Y no era mi madre. (p. 176)
Breve
telemaquía tropical
Hemos
sobrevivido uno al otro y nos damos
la
mano como si fuera posible perdonar y
seguir
adelante. Bordeamos el abismo que
se
abre y se cierra a nuestros pies como
si
nada hubiese pasado. Miles de años
escondiéndonos
el uno del otro para llegar
al
comienzo. Yo soy su hijo, él es mi padre
o
algo parecido. Los mismos nombres, las
mismas
heridas que yo llevo en la sangre, que
no hay amor donde antes
no hubo amor. (p. 179)
Contracubierta
Carlos Cortés, La casa vacía (2015), en Festín en
época de peste. Antología: 1980-2015
(Siltolá Poesía, n.º 37, 204 pp.),
Sevilla: Ediciones de La Isla de Siltolá, 2016, pp. 167-191.
Se consigue en
Libros Duluoz y en La Librería Andante.
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