Robinson
Jeffers (1887-1962), escritor estadounidense. En 1925 se publicó su libro Roan
Stallion, Tamar, and Other Poems (New York: Boni and Liveright). Su extenso poema
narrativo “El semental ruano” es una cumbre de la poesía del siglo XX. En 2011,
el escritor costarricense G.A. Chaves lo incluyó en Fin del continente, su selección y
traducción de textos de Jeffers.
El semental
ruano
El perro ladró; la mujer entonces
se detuvo en el portal, y al oír
el
hierro golpear la piedra abajo, en el empinado camino,
Cubrió su cabeza con un chal
negro y se adentró en la leve
lluvia;
se detuvo en el recodo.
Una mujer noblemente formada;
erecta y fuerte como una torre
nueva;
los rasgos estólidos y oscuros
Pero esculpida en una gracia
dura; nariz recta de alto tabique,
ojos
firmes y amplios, barbilla rellena,
Labios rojos; sólo una cuarta
parte de ella era indígena; un
marinero
escocés la había plantado en joven tierra nativa,
Española e indígena, veintiún
años atrás. La había llamado
California
al nacer;
Tal era su nombre; y luego el
marinero enrumbó hacia el Norte.
Oyó
los
cascos y las ruedas acercarse, mientras subían por el
empinado
camino.
La yegua, inclinándose contra el
espacio de sus pechos, se afanó
hasta
ser vista a la vuelta del húmedo ribazo.
La pálida cara del carretero
apareció luego, los ojos exhaustos;
había
fortuna en ellos. Se sentó torcido
En la silla de la vieja calesa,
al tiempo que guiaba a un segundo
caballo
con un largo cabestro, un ruano, un ruano grande
Que pisaba primorosamente; un
semental, a juzgar por el bulto
en su
cuello. “¿Qué es eso que traés, Johnny?” “El semental
de
Maskerel.
Ahora es mío. Lo gané anoche.
Tuve mucha suerte.” Estaba
bastante
ebrio. “Ahora los demás traerán sus yeguas hasta
aquí.
Este muchacho es mío. Gané
dinero, además, pero no te lo voy
a
enseñar.” “Johnny, ¿compraste algo para
Nuestra Christine? La Navidad es
en dos días, Johnny.” “Ay,
Dios,
se me olvidó,” respondió riendo.
“No
le digás a Christine que es Navidad; luego le busco algo,
tal
vez.” Pero California replicó:
“He estado con vos cuando has
perdido: ya me perdiste
una
vez, Johnny, ¿te acordás?
Tom Dell me tuvo con él dos
noches
Aquí en la casa: otras veces
hemos pasado hambre: ahora que
ganaste,
Christine tendrá su Navidad.
Compartimos tu suerte, Johnny.
Dame dinero, que yo voy sola
a
Monterey mañana,
Compro regalos para Christine y
regreso por la noche. Y al otro
día
habrá Navidad.” “Que tengás un húmedo paseo,”
respondió
él
Entre risitas. “Tomá el dinero.
Cinco dólares; diez; doce dólares.
Comprá
dos botellas de whisky de centeno para Johnny.”
“Está bien. Voy mañana”.
Él
era un holandés proscrito; ni
tan
viejo, pero reseco por el mal vivir.
La pequeña Christine heredó de su
raza los ojos azules, y de su
vida
una frente marchita; desde el portal de la casa
Ella observaba a su padre dar
tumbos al salir de la
calesa
y guiar con el debido respeto al semental
Hacia el nuevo corral reforzado;
y dejaba a su esposa quitarle el
arnés a
la fatigada yegua.
Tormenta en la noche; la lluvia
en las delgadas grietas del techo
se
vertía como el océano en la roca; cayó un trueno
Por el estrecho cañón hasta el valle
Carmel y se
consumió
en dirección oeste; Christine seguía bien despierta
Con miedos y asombros; su padre
tumbado tan hondamente
que ni
la tormenta lo movía.
El
amanecer llega tarde en la
oscuridad
del año,
Más tarde aún en las grietas de
un cañón bajo las secuoyas; y
California
salió de la cama
Una hora antes; la yegua estaría
cansada; había poca cebada, ¿y
por qué
tenía Johnny
Que
darle toda la cebada a su semental? Eso es lo que él haría.
Ella
salió de puntillas,
Y dejó sus ropas en el cuarto, él
se despertaría si ella esperaba a
ponérselas,
y pasó de la puerta de la casa
A la oscuridad de la lluvia; las
grandes gotas negras se sentían
frías a
través del fino camisón, pero la húmeda tierra era
Grata bajo sus pies desnudos.
Había un agradable aroma en el
establo;
y resultaba grato moverse apaciblemente,
Tocar dulcemente las cosas con la
dócil inclinación del cuerpo
desarropado.
Encontró una caja,
La llenó con cebada seca y dulce
y la llevó hasta el viejo corral.
La
pequeña yegua suspiró profundamente
Hacia el barandal en la húmeda
oscuridad; y California, al
regresar
a la casa entre dos secuoyas,
Escuchó las felices quijadas
moliendo el grano. Johnny podría
ocuparse
de los cerdos y las gallinas. Christine la llamó
Cuando entró en la casa, y volvió
a dormirse bajo su mano.
Dejó el
húmedo camisón de dormir en el respaldar de una
silla
Y se introdujo en la habitación
para recoger sus ropas. Un
tablón
crujió, y él se despertó. Ella se sostuvo impávida
Mientras le oía dar vueltas en la
cama. Cuando él se aquietó ella
se
detuvo ante sus zapatos, y él dijo suavemente,
“¿Qué hacés? Regresá a la cama.”
“Es tarde. Voy para
Monterey, tengo que apurarme.”
“Vení a la cama primero. He
estado fuera por tres días. Ya te di
dinero,
pero si luego te lo quito, entonces
¿Qué vas a hacer en el pueblo?”
Ella suspiró con aspereza y
regresó
a la cama.
Él,
entonces, al levantar sus propias
manos
de la cama,
Sintió la fría curva y la firmeza
del costado de ella, y
a medio
levantarse la tomó de su largo cabello húmedo.
Ella se resistió y, para
apresurar el acto, fingió deseo; hacía
mucho
tiempo que no lo sentía, excepto en sus sueños.
La ebriedad del día anterior lo
había dejado flojo y exigente; ella
notó,
al voltear su cabeza tristemente,
Que
las ventanas estaban de reluciente gris con el amanecer; él
la
abrazaba quieto, deteniéndose para hablar del semental.
Al final la dejó ponerse sus
ropas. Nítida luz diurna sobre las
colinas
empinadas;
Gris resplandeciente en la nube
sobre las copas de las secuoyas;
el
torrente de primavera cantó recio; las ruedas de la calesa
Resbalaron en el légamo profundo,
y continuaron moliendo las
piedras
lavadas a la vera del camino. Al bajar la pendiente,
el río
rugoso ocultaba el vado.
Hay que seguir por el cauce de
piedra: ella conocía el camino
por
sauces y alisos: la yegua se detuvo en medio de la
corriente,
Tiritaba, y el agua que era de su
mismo color lavaba hasta los
rastros;
pero California sacó
Sus pies del remolino y los dejó
sobre la silla de la calesa,
blandió
el azote sobre el agua amarilla
Y condujo hacia el camino.
Toda
la mañana las nubes
corrieron
hacia el Norte como un río. Hacia el mediodía se
espesaron.
Cuando California lo encaró, al
regreso de Monterey, el viento
del sur
estaba pesado con lluvias uniformes.
Ella miró hacia el mar desde el
fondo del valle; rayos rojos
pregonaban
el ocaso desde un berrido de vendaval.
Nube sobre Lobos, el ocaso
suroeste del solsticio. El crepúsculo
vino
pronto, pero la cansada yegua
Le temía más al camino que al azote.
Milla tras milla de lento
crepúsculo
gris.
Entonces,
tan repentina, sobrevino la
oscuridad.
“Christine estará dormida. Es
Nochebuena. El vado. ¡Esa hora
de luz
desperdiciada en la mañana!”
No podía ver nada; dejó las
riendas descansar en el
guardafangos
y supo al fin que había llegado al río por el
entrabamiento
de las ruedas
Y el declive del camino. Ruido de
ruedas en las piedras, chapoteos de los
cascos en el agua; un
mundo
De sonidos; a ciegas; el apacible
trueno del agua; la yegua
resoplaba,
hundiendo su cabeza, uno lo sabe,
Para buscar dónde asentar el paso
en la negrura bajo la
corriente.
El rumorar y crujir del viento marino
En el furor de sauces invisibles.
La yegua se quedó quieta; la
mujer
le gritó; prescindió del azote,
Pues un salto en falso la haría
perder el rastro del vado. Se
irguió.
“Las cosas de la bebé,” pensó California,
“Bajo el asiento: el agua cubrirá
el piso”; y levantándose en
medio
del agua
Inclinó el asiento; sacó la
muñeca, las gallinas de madera
pintada,
el oso de lana, el libro
Ilustrado, la caja de dulces:
todo lo sacó de debajo del asiento y
lo
guardó, temblando,
Bajo sus ropas, cerca de sus
pechos, bajo los brazos; las esquinas
de las
cajas de cartón
Penetraban su carne suave; pero
con un pedazo de cuerda
hecho un cinto y asido de los
hombros
Todo se hizo rápido. La yegua
estaba quieta como si durmiera
en
medio del agua. Entonces California
Extendió una mano sobre la
corriente y le tocó un anca; la
húmeda
y sólida convexidad del anca
Se estremeció como el latido de
un gran corazón. “¿Qué estás
esperando?”
Pero el contacto con la superficie del animal
Había despertado un sueño, había
oscurecido un peligro real
con una
ilusión de peligro. “¿Para qué? Para que el semental
acuático
Se abra camino en la corriente,
para eso es que el anca se tensa,
para
salir él partiendo la espuma hacia los lados, los cascos
Delanteros en el aire, para
triturarme a mí con el carruaje y
retorcerse
sobre su mujer.”
Ella entonces blandió el azote;
La
yegua se precipitó hacia delante. La calesa se arrastró de
lado:
¿se habría salido ella? ¿Nadando? El chapoteo indicaba
que no.
La conductora, por un mero
instinto prensil, se aferró de la
armazón
lateral del asiento y sintió la fuerza
Del agua retorciéndose en sus
rodillas, pero no su frialdad,
que
rompía en la cintura
Sobre su cuerpo. Habían girado.
La yegua había girado
corriente
arriba y estaba afanándose de nuevo hacia el agua
menos
profunda.
California entonces dejó caer su
cabeza entre sus rodillas, sin
haber
visto nada, sintiendo el peligro,
Y sintió el peso bruto de una
rama de aliso, y a las ligeras hojas
colgantes
que rozaban su cuello doblado
Como los dedos de un niño. La
yegua salió con violencia del
agua y
se detuvo en el declive del vado. La mujer bajó
Entre las ruedas y buscó su
cabeza. “Pobre Dora,” la llamó por
su
nombre, “ya, Dora. Tranquila,”
Y la hizo andar, era posible dar
la vuelta por el margen, de cara
al
apacible trueno de agua.
Ella se arrastró con manos y
rodillas, buscando los surcos, y
emplazó
las ruedas sobre ellos. “Vos podés ver, Dora.
Yo no. Pero esta vez lo
lograrás.” Se subió al asiento y gritó con
furia.
La yegua
Se detuvo, con sus dos patas
delanteras en el agua. Ella la tocó
con el
azote. La yegua se echó hacia delante y se detuvo.
California entonces recurrió a la
oración: “Pequeño Jesús,
Querido Niño Jesús que has nacido
esta noche, con tu cabeza
brillante
Como velas de plata. Yo también
tengo una bebé, una niña. Vos
llevabas
luz dondequiera que ibas.
Niño Jesús, dame luz.” La luz fluyó:
rosa, dorada, grávido
púrpura,
y ocultó el vado como una cortina.
El apacible trueno de agua era un
ruido de plumas de alas, las
persianas
del paraíso se levantaban suavemente.
El niño a flote sobre el
resplandor tenía cara de recién nacido,
mas los
ángeles tenían cabezas de aves, cabezas de halcones,
Se inclinaban sobre el bebé y
tejían una red de alas a su
alrededor.
En su pequeña y regordeta mano, él sostenía
Una pequeña serpiente de ojos
dorados, y California pudo ver
claramente sobre el resplandor inferior
Las orejas aguzadas de la yegua,
una filosa horquilla negra
contra
la brillante caída de la luz. Pero cesó; la luz del cielo
Espantó a la pobre Dora. Ella se
echó para atrás; se meció para
salir del agua,
Y casi volcó la calesa al darse vuelta
y arrastrarse de regreso; el
hierro
de las ruedas gimió en los pedrejones.
Entonces California, entre
sollozos, trepó por las ruedas. Sus
ropas
húmedas y los juguetes guardados en ellas
La arrastraban con su peso; se
deshizo de la capa y el vestido y
puso
las cosas de la bebé en la calesa;
Fue a sacar el whisky de Johhny
de debajo del asiento; lo
envolvió
todo en el vestido, botellas y juguetes, y lo amarró
En un fajo para cargarlo en su
espalda. Al quitar los arneses a la
yegua,
se hirió los dedos
Contra las entumecidas fajas y
las húmedas hebillas. Se ató el
fajo a
los hombros, con las tiras
Atravesadas en sus pechos, y
montó al animal. Se llevó la carga
a la
cintura y la anudó, los desnudos muslos
Ávidamente asidos a los costados
de la yegua, su piel desnuda
sobre
la húmeda grupa, y se aferró a la crin con su mano
derecha,
La rienda del freno hecha un lazo
en la otra. “Dora, el bebé te
da la
luz.” El deslumbrante resplandor
Posó sus alas sobre el vado.
“Dulce Niño Jesús, danos la luz.”
Cataratas
de luz y cantos en latín
Se hicieron sentir entre los
sauces; la yegua resopló erguida: el
rugir y el trueno del agua
invisible;
La noche se batía abierta como
una bandera, brotando entre
destellos;
la cara del niño lo envolvía todo; el agua
Golpeaba en sus zapatos y
calcetas hasta los muslos desnudos;
y sobre
ellos algo como una bestia
Se plegaba en su vientre; la
agitación y terquedad de la yegua
que
nadaba; el arrastre, la succión del agua; la luz
Enceguecedora por encima donde
antes no había nada, en la
garganta
de la oscuridad; el choque de los cascos delanteros
Golpeaban el fondo, la lucha y el
ascenso ondoso de las ancas.
Sintió el agua correr por ella
Desde los hombros; escuchó el
gran esfuerzo y el resuello en la
respiración
de la yegua, escuchó las herraduras triturando la
grava.
Cuando al fin California llegó a
casa el perro en la puerta la
olfateó sin ladrar; tanto
Christine como Johnny
Estaban durmiendo; ella no había
dormido en horas, pero
encendió
el fuego y se arrodilló pacientemente frente a él,
Al tiempo que secaba y alistaba
los preciados regalos para la
mañana
de Navidad.
Ella
odiaba (pensó) al engreído semental.
De seguro reclinaría las grandes
y uniformes masas de su pecho
en el
barandal, mientras sus ojos marrón rojizo destellaban a
los
blancos crecientes,
Entonces lo admiraba, pero lo
odiaba por ser tan inútil, por
existir
sólo para adornar
La vanidad de Johnny. Los
caballos eran una cría barata. Si tan
solo
pudiera correr libre, pensó ella,
Y agitar sus rojas crines de
ruano como una bandera sobre las
colinas
desnudas.
Un
hombre trajo una yegua en abril;
Así que California, aunque
deseaba mirar, permaneció con
Christine
dentro de la casa. Cuando la niña comenzó a
impacientarse
La madre le narró una vez más el milagro
del vado; su oración
al Niño
Jesús
En Nochebuena cuando venía camino
a casa con los regalos; la
aparición,
las luces, el canto en latín,
El trueno de plumas de alas y
agua, el niño resplandeciente, las
cataratas
de esplendor que caían en la oscurana.
“¿Un bebito?,” preguntó
Christine, “¿Dios es un bebé?” “El hijo
de
Dios. Era su cumpleaños.
Su madre se llamaba María:
también a ella le rezamos: Dios
vino a
ella. Él no fue hijo de un hombre
Como nosotras. Dios era su padre:
ella era la esposa del
semental
—qué cosas digo— la esposa de Dios,”
Ella
se lamentó, mientras hacía a Christine a un lado y andaba
sobre
los tablones del piso. “A ella se la ha llamado bendita
Entre las mujeres. Era tan buena,
y muy amada.” “¿Ella era
vecina
de Dios?” “Él vive
En lo alto, sobre las estrellas;
entre las desnudas colinas azules
del
firmamento”. Una imagen iluminó
Su mente: las rojas crines del
ruano se batían como una bandera
sobre
las colinas desnudas, y se apresuró a decir, “Él es
Como un gran hombre que sostiene
al sol en su mano.” Sus
palabras
traicionaban a su mente, “Pero nadie
Sabe, sólo el resplandor y el
poder. El poder, el terror, el fuego
ardiente
la cubrían...”
“¿No se habrá quemado, mami?”
“Ella era tan buena y
adorable
, era la madre del pequeño Jesús.
Si sos buena nada podrá herirte.”
“¿Qué pensaría ella?” “Ella
amó, no
le daban miedo los cascos— digo,
Las manos que habían creado las
colinas, el sol y la luna, y el
mar y
las grandes secuoyas, la terrible fortaleza,
Ella se entregó sin pensarlo.”
“¿Sólo viste al bebé, mami?” “Sí,
y a los
ángeles a su alrededor,
El voraz resplandor sobre el
negro río.” Tres veces había ido
hasta
la puerta, y otras tantas había regresado,
Y ahora la mano que se había
agarrado tres veces de la perilla
de la puerta,
con toda precaución, retorció la tela
Del vestido de la niña que había
estado remendando. “Ay, ay,
lo
rompí.” Le soltó un golpe a la niña y luego abrazó
ferozmente
al pequeño y rubio cuerpo lánguido.
Entró
Johnny con su cara enrojecida
como si hubiese estado cerca
Del fuego, sus ojos triunfantes.
“Ya terminé”, dijo, mirando a
Christine
con malicia. “Voy a bajar
Al valle con Jim Carrier; me debe
cinco dólares, le cobré quince,
y sólo
traía diez en su bolsillo.
Tiene uvas en su finca, tal vez
traiga un barril de vino rojo en
lugar
del dinero. Mañana vuelvo.
Mañana en la noche te cuento —eh,
Jim,” se echó a reír sobre su
hombro,
“Te decía que mañana en la noche le muestro
A
ella como trabaja el muchachote colorado, el grandote.
Cuando
regrese.” Ella no respondió nada, tan sólo
permaneció
Frente a la puerta, sosteniendo
la manita de su hija, en la vereda
de sol
entre las secuoyas,
Mientras Johnny ataba la yegua
tras la calesa de Carrier, y una
vez que
trajo la montura y el freno los tiró
Bajo el asiento. La yegua de Jim
Carrier, la baya, permanecía
con la
cabeza caída y echó a andar lentamente, los hombres
Se reían de ella y le gritaban;
sus voces se podían oír desde
abajo
de la pendiente, incluso cuando ya se había extinguido
El ruido de las ruedas con sus
aros de hierro entre las piedras.
Entonces
se podría oír el murmullo del viento en las altas
secuoyas,
El tintinear de un arroyo en
abril, inmerso en su cauce.
La
humanidad
es el comienzo de la carrera; yo digo que
La humanidad es la horma que debe
ser quebrada, la corteza
que
debe ser despedazada, el carbón que irrumpe en fuego,
El átomo a separar.
La
tragedia quebranta el rostro del
hombre
y hace salir de él un fuego blanco; la visión que lo
engaña
y lo lleva
A excederse, el deseo que lo
lleva a excederse, el crimen
innatural, la ciencia inhumana,
Ojos perforados en la máscara;
amores salvajes que burlan los
muros
de la naturaleza, la ciencia que se mofa de los
reparos,
Inteligencia inútil de lejanas
estrellas, conocimiento sombrío de
los
demonios giratorios que conforman un átomo,
Estos rompen, estos perforan,
estos deifican, alaban a su Dios
ruidosamente
con voces despiadadas: Él no aprueba la
alabanza
En una forma humana, él, que
camina desnudo como un
relámpago
en el Pacífico, que ata al sol con los planetas,
El corazón del átomo con los
electrones: ¿qué es la humanidad
en este cosmos? Para él, el último
Y más pequeño indicio de un
rastro en las heces de la solución;
para sí
misma, la horma que debe ser quebrada, el carbón
Que irrumpe en fuego, el átomo a
separar.
Una
vez que se
durmió
la niña, luego de que la noche con pies de leopardo
Se hubiese escurrido hacia el
océano, California redujo la
intensidad
de la llama en la lámpara y se escurrió también
de la
casa.
Se movía suspirando, como un
fuego libre, de un lado para el
otro en
el terso piso cerca de la puerta.
Escuchaba susurrar y sacudirse en
las altas secuoyas al viento
nocturno
que corre valle abajo como una aspiración hecha en
un tubo
Bajo el clima despejado;
escuchaba el tintinear del arroyo de
abril
en lo profundo de su cauce.
Enfriados por la noche, los
olores que los caballos habían
dejado
tras ellos llegaban hasta sus fosas nasales; la noche
Blanqueaba la colina desnuda;
coyotes salidos de su manada
aullaban
amargamente cerca del río contra la luna saliente;
Entonces California corrió hacia
el viejo corral, el establo vacío
donde
dejaban a la yegua,
Y se reclinó, magullando sus
pechos en la baranda, sintiendo
palidecer
el cielo. Cuando la luna alcanzó la cima de la
colina
Se escabulló hacia la casa. La
niña respiraba tranquila.
¿Dormir?,
se dijo. Cristo se le había aparecido la noche de
Navidad.
Las colinas brillaban abiertas
para la enorme noche de la luna
de
abril: ¿vacías, vacías,
Las vasta espaldas redondas de
las colinas desnudas? Si uno
fuese a
ascender a lo alto, ¿no vería al Padre en persona
Fraguando su noche, de piernas
cruzadas, el puño en la
barbilla,
de cuclillas en la última cúpula? Es más probable
verlo
Saltar en las colinas, sacudiendo
las rojas crines del ruano como
una
bandera en las colinas desnudas. Ella apagó la vela.
Cada
fibra de su carne tembló con languidez cuando llegó a la
puerta;
le faltó fuerza para vagar
A pie por el brillo de la colina,
bien arriba, bien arriba... la
odiosa
cara de un hombre le había arrebatado
La fuerza que hubiera requerido,
el establo estaba vacío. El
perro
la siguió, ella lo tomó por el collar,
Lo arrastró con feroz silencio
hasta la puerta de la casa y lo dejó
atado
adentro.
Afuera
era de día y ella se apresuró
sin
vacilar por el sendero, a través del oscuro margen y la
trenzada
broza de los robles,
Hacia el lugar abierto de un
mirador de la colina. La oscura
fortaleza
del semental la había escuchado venir; ella lo
escuchó
Resoplar el aire encendido por
sus narices, lo miró moverse
como un
león en el blanco lago De luz de luna a lo largo del maderamen de la cerca,
sacudiendo
la caída nocturna
De las grandes crines; su
fragancia llegó hasta ella; ella se apoyó
en la
cerca;
Él se alejó, produciendo con sus
cascos un suave trueno en el
hollado
suelo.
El salvaje amor lo había hollado,
su lucha con la extraña, la
vergüenza
del día
Lo había grabado en fango y polvo
cuando los pesados
espolones
Tiraban de sus costados. “¡Ah, si
pudiera resistirte!
Si tuviera la fuerza. Oh, gran
Dios que vino a María, que tan
gentilmente
viniste. Pero yo lo cabalgaré
Colina arriba, si me bota, si me
atropella, ¿no es acaso mi deseo
Soportar la muerte?” Se subió a
la cerca, presionando su cuerpo
contra
la baranda, temblando como con fiebre,
Y cayó adentro en la suave
tierra. El caballo no la amenazó con
sus
dientes ni evitó su llegada,
Y, levantando su mano con cuidado
hasta la erguida cabeza,
ella tomó la correa del freno
Que colgaba bajo la temblorosa
quijada. Desenlazó el cabestro
del alto vigor del cuello
Y del arco en que colgaba la crin
de nube tormentosa con viva
oscuridad.
Él se detuvo; ella golpeó sus pechos
En el duro hombro, con un brazo
sobre la grupa, el otro bajo la
masa de
su garganta, y murmuró
Como una paloma de montaña, “Si
pudiera resistirte.” Sin
modo,
sin auxilio, un golfo en la naturaleza. Ella
musitaba,
“Vení,
Vamos a andar por la colina. Oh
bello, Oh bello,” y lo llevó
Hasta el portón y arrojó las
trancas por el suelo. Él agachó su
cabeza
Para husmear las trancas; y
mientras estuvo allí quieto, ella,
asiéndose
de las crines y de la cruz del lomo con toda la
contracción
Y fuerza repentina de su ágil
cuerpo, saltó, se aferró con fuerza
y quedó
montada. Él ya había sido montado antes; no
Luchó contra el peso pero corrió
como una piedra en caída;
Bajó la ladera hasta el cristal
lunar de la corriente, y tendida
sobre
el cuello del animal
Ella sentía las ramas de los
árboles volar sobre ella, vio el muro
de los
chaparros
Acabar su mundo: pero él se
devolvió allí, las enmarañadas
ramas
Rasparon la rodilla derecha de
ella, los grandes hombros
inclinados
Bregaban en la ladera, subiendo,
subiendo la serena colina. El
deseo
había muerto en ella
Con el primer galope, la caída
mortal, pero ahora revivía,
Ella sentía entre sus muslos el
esfuerzo del gran motor, los
apresurados
músculos, la dura prestancia,
Mientras cabalgaba sobre el
salvaje y rozagante vigor del
mundo.
Tras haber superado él la espesura, se enrumbó
hacia
el Este
Corriendo con menos ímpetu; y
ahora al fin sintió el cabestro
cuando
ella tiró de él; ella lo guiaba hacia arriba;
Él se detuvo a pastar en el gran
arco altivo de la colina, el
silencioso
calvario. Un bosque de robles enanos
Subía por la otra ladera desde la
oscuridad del desconocido
cañón
más allá; el último de sus arbustos golpeado por el
viento
Se arrastraba hacia lo alto, y
California, dejándose caer de la
montura,
amarró en él al caballo. Ella se irguió entonces,
Estremeciéndose. Enormes tejidos
de luz de luna
Se extendían desde la altura. El
espacio, la ansiosa blancura,
la
vastedad. Distante más allá de lo imaginable, el reluciente
océano
Posaba leve como una niebla a lo
largo del rellano y el dudoso
fin del
mundo. Breves vapores destellaban, y pequeñas
Oscuridades en el lejano cuadro
bajo los pies simbolizaban el
bosque
y el valle; pero el aire era el elemento, los arcos
Y agujas de aire saturadas de
luna.
Aquí
está la soledad,
aquí en
el calvario, ninguna conciencia
Más que el posible Dios y el
césped segado, ningún testigo,
ningún
ojo más que aquel desfigurado, la pasada plenitud
de la
luna.
Dos figuras en la resplandeciente
colina, la mujer y el semental,
ella se
arrodilla ante él, en intermitente adoración.
Él siega el césped, moviendo sus
cascos, o levantando su larga
cabeza
para contemplar el mundo,
Tranquilo y poderoso. Ella rezó
en voz alta “Oh, Dios, no soy
tan
buena como debiera, Oh, miedo, oh, fortaleza, me he
arrastrado
vilmente.
¡Johnny y otros hombres me han
poseído, y oh, limpio poder!
Heme
aquí,” dijo ella, y cayó postrada ante él,
Arrastrándose hacia sus cascos.
Estuvo ahí tendida un largo
rato,
como si durmiera, al alcance de los cascos delanteros,
sollozando.
Él rehuyó
La cabeza y el cuerpo tendido de
ella. Retrocedió al principio;
mas
luego se sirvió de la hierba que crecía cerca de los
hombros
de ella.
La pequeña y oscura cabeza bajo
sus narices: una pequeña
piedra
redonda, con un olor humano, y una negra cabellera
que
crecía en ella:
El
cráneo guardaba la luz adentro: no era posible para ojos
algunos
Saber qué cosas palpitaban y
brillaban bajo las suturas de ese
cráneo,
o si una concha llena de relámpagos
Había amedrentado la fortaleza
del ruano, y éste hubiese roto
las
amarras, chillando, en corrida hacia el valle.
El
átomo que rompe los confines,
De núcleo a sol, de electrones a
planetas, con un reconocimiento
Que no eleva oraciones, se iguala
a sí mismo, el todo para el
todo,
el microcosmos
Que no ingresa y no permite
ingresar, en más igualdad, más
absolutamente,
más increíblemente conjugado
Con el otro extremo y grandeza;
apasionadamente perceptivo
de la
identidad...
Mientras
tanto el fuego
Lanzaba figuras y símbolos, mitos
raciales se formaban y
disolvían
en él, los espectrales soberanos de la humanidad
Que sin ser son incluso más
reales que aquello que les dio vida,
y que
sin tener forma, forman eso que los hace:
Los nervios y la carne pasan como
las sombras, los limbos y las
vidas
como sombras, estas sombras perduran, estas sombras
A las que los templos, las
iglesias, los afanes y las guerras, las
visiones
y los sueños han sido dedicados:
Desde el fuego en la pequeña roca
redonda que el negro musgo
cubrió,
un hombre crucificado se retorcía de angustia;
Una mujer cubierta por una bestia
enorme en cuyas crines
hicieron
nido las estrellas, el sol y la luna eran sus ojos,
Sonreía bajo la insufrible
violación, su garganta hinchada con la
tormenta
y las motas de sangre destellaban
En los dilatados labios; una
mujer —no, un agua oscura,
hendida
por brotes de relámpagos, y luego de un tiempo
¿Qué salió a flote del agua
surcada, un bote, un pez, un globo
de
fuego?
Tenía
alas, la criatura,
Y voló contra la fuente de
relámpagos, cayó quemado desde
una nube hasta el agua sin fondo...
Figuras y símbolos, fortalezas
del fuego, jugaban en su mente;
pero el
blanco fuego era la esencia,
El ardor en la pequeña concha
redonda que cubría el cabello
negro,
que reposaba cerca de los cascos en lo alto de la
colina.
Ella se levantó al fin, desanudó
el cabestro; caminó mientras
guiaba
al semental; dos figuras, mujer y semental,
Bajaron desde el silencioso vacío
del domo de la colina, bajo la
catarata
de luz de luna.
La noche siguiente hubo luna
entre las nubes. Hacia la noche
Johnny
había regresado medio borracho, y California
Que por años lo había conocido
sin amarlo ni aborrecerlo, esa
noche
lo odiaba; había dejado a la pequeña Christine
Jugar a la luz de la vela mucho
después de la hora de dormir;
pero la
niña finalmente cayó dormida en el piso
Junto al perro; Johnny le ordenó
“Llevala a la cama.” Ella juntó
a la
niña contra sus pechos, la dejó acostada
En el cuarto contiguo, y la
arropó entre cobijas. La ventana se
veía
blanca, la luna había salido. La madre
Se acostó junto a la niña, pero
al rato Johnny llegó y se detuvo
en la
puerta. “Vení a beber.” Él había traído
Dos garrafas de vino guindadas a
la montura, como parte del
pago
por los servicios del semental; un pichel lleno
Estaba sobre la mesa, y
California fue hasta ella y tristemente
bebió
un vaso. El whisky, pensó,
Lo habría tumbado hasta el día
siguiente; pero este vino rojo y
ralo...
“Que pasemos una linda velada,” rió él, vertiéndolo.
“Un vaso más y te muestro lo que
nuestro colorado muchachón
hizo.”
Ella se dirigió hacia la puerta de la casa, y los ojos de
él
La siguieron, y ella regó sobre
la mesa un poco de vino tras
llenar
el vaso. Cuando llegó hasta el tablado del piso
Él escuchó y miró. “¿Quién
ensartó al cerdo?” murmuró él
estúpidamente,
“aquí hay sangre, aquí hay sangre,” e hizo
correr
sus dedos
Entre
el lago rojo a la luz de la lámpara. Mientras él miraba
chilló
la puerta, ella se había deslizado hacia fuera
Y él, con su boca encorvada como
la de un fauno, imaginaba la
persecución
bajo las solemnes secuoyas, la jadeante
Y débil víctima atrapada en un
rincón oscuro. Él apuró su vaso
y salió
entre
Las moteadas sendas de luz de
luna. Ningún sonido más que el
del
arroyo de abril. “Hey Bruno,” llamó él, “buscala.
Bruno, andá a buscarla.” Al rato
el perro entendió y fue a
buscar,
con el hombre detrás suyo.
Cuando California, agachada bajo
un arbusto de roble hacia
arriba
de la casa, los escuchó acercarse, se arrojó
En la abierta ladera y corrió
colina abajo. El perro le ladró a los
tacones,
complacido con el juego, pero Johnny
Los siguió en silencio. Ella
corrió hasta el corral nuevo, vio al
semental
Moverse como un león entre el
maderamen de la cerca, el
oscuro
y arqueado cuello se sacudía el velo nocturno
De las grandes crines; ella se
lanzó boca abajo y se retorció bajo
las
vallas, los cascos del animal producían
Un apagado trueno en la tierra
suave al huir de ella. Ella se
irguió
en el centro del corral, jadeando, pero Johnny
Se detuvo al llegar a la cerca.
El perro pasó por debajo, y al ver
al
semental moverse y a la mujer permanecer quieta,
Bailó tras la bestia, con fintas
y arremetidas de sus blancos
dientes.
Cuando Johnny vio el formidable vigor oscuro
Retroceder ante el perro, trepó
sobre la cerca.
La
pequeña
Christine
había despertado tan pronto su madre la dejó,
Pero seguía acostada a medio
dormir. Y en su duermevela vio el
océano
venir desde el Oeste
Y cubrir la tierra, y a través de
aguas claras miró la copa de las
secuoyas.
Escuchó crujir la puerta
Y advirtió la casa vacía; su
corazón removió su cuerpo, sentada
sobre
la cama, y al escuchar al perro
Se deslizó hacia donde la luz
entraba por la rendija de la puerta.
La
abrió, el cuarto estaba vacío,
La
mesa era un lago rojo bajo la luz de la lámpara. Su color le
pareció
terrible,
Ya había visto ese jugo rojo
gotear en el hocico de un coyote al
que su
padre había disparado un día en las colinas
Y al que luego trajo a casa sobre
su montura: miró el rifle sobre
la
repisa: seguía intacto:
Corrió hacia la puerta, el perro
estaba ladrando y la luna
brillaba:
conocía bien el olor del vino
Pero el color la atemorizaba,
tanto como la casa vacía, y se fue
por la
colina bajo la blanca senda de luz de luna
En pos del amigable ruido del
perro. Pudo ver en el corral del
gran
caballo, a la altura del promontorio en la colina,
Negro sobre blanco, la oscura
firmeza de la bestia, la furia
danzante
del perro, y a los otros dos.
Uno huyó, otro lo siguió; el
grande se cargó, irguiéndose; uno
cayó
bajo sus cascos delanteros. La niña escuchó a su madre
Gritar: sin pensarlo corrió a la
casa, arrastró una silla más allá
del
pozo rojo y subió hasta alcanzar el rifle,
Logró bajarlo y de alguna forma
lo arrastró a través de la puerta
y por
la colina, sollozando bajo el duro
Peso. Su madre estaba por la
baranda del corral, la niña le dio el
arma.
Hacia el costado más lejano
El perro centelleaba ante el
precipitado semental; en medio del
espacio
el hombre, moviéndose despacio, reptando como un
gusano
Herido, arrastraba su cuerpo poco
a poco hasta la cerca.
Entonces
California, dejando reposar el rifle sobre
El barandal, y sin dudarlo, sin
vacilación
Buscó el encabritado cuerpo del
perro, y cuando éste se irguió,
le
disparó. Se retorció, rodó y se quedó quieto.
“Mami, ¡le diste a Bruno!” “No
pude distinguir con
esta
luz de luna,” respondió tranquilamente. Se detuvo
Y miró, con la culata del rifle
en el suelo. El semental empezó a
dar
vueltas, libre ya de su tormento, el hombre
Se tambaleó sobre sus rodillas,
gimiendo en un tono ligero y
amargo
como el de un pájaro, y el trueno del ruano
Azotó; los cascos no dejaron nada
con vida y los dientes
despedazaron
los residuos. “Mami, ¡dispará, dispará!”
Aún así, California
Se quedó mirando cuidadosamente,
hasta que la bestia, tras
haber
satisfecho toda su furia, estiró al máximo su cuello,
con la
cabeza en alto,
Y retorció el labio superior
entre sus dientes, bostezando con
obsceno
disgusto sobre —no ya un hombre—
Una mancha en el lago lunar de la
tierra: entonces California,
movida
por alguna oscura fidelidad humana,
Levantó el rifle. Cada célula
nerviosa de su mente encendida de
estrellas
cayó de su sitio
En un grito interno: disparó tres
veces antes que las ancas se
aplastaran
hacia los lados, las patas delanteras se entiesaron,
Y el hermoso vigor se asentó en
la tierra: ella se volvió hacia su
pequeña
hija, convertida en la máscara de una mujer
Que ha asesinado a Dios. El
viento nocturno viraba, y el olor del
vino
regado se disipaba colina abajo desde la casa.*
* La
disposición del texto es fiel al libro
Robinson Jeffers
Traducción: G.A.
Chaves
“El
semental ruano” [título original: “Roan Stallion”], Robinson Jeffers, Fin del continente. Antología mínima
(trad.: G.A. Chaves; pres.: Robert J. Brophy), San José: Editorial Germinal,
2011, pp. 25-43.
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