Théodore Géricault, Le Radeau de la Méduse [La balsa de la Medusa],
óleo sobre lienzo, 491 x 716 cm, 1819, Musée du Louvre.
… una obra es
“eterna”, no porque imponga un sentido único a hombres diferentes, sino porque
sugiere sentidos diferentes a un hombre único, que habla siempre la misma
lengua simbólica a través de tiempos múltiples:
Roland Barthes[2]
El epígrafe de Barthes invierte la
fórmula según la cual los clásicos tienen un mensaje único, inalterable, que
viaja a través del tiempo e ilumina la vida de los seres humanos. Como
contraparte, nos ofrece la multiplicidad de significados, pero no como un faro
sino como una sentencia: nos buscamos siempre porque jamás nos encontramos.
En
tiempos posmodernos (aunque ya pasaron), lo usual ante un problema como el que
nos convoca esta noche sería hablar durante una hora sobre el significado (relativo)
de la palabra “clásico”. He preferido escamotear esa opción, para adoptar
justamente un “espíritu clásico”, más emparentado con Harold Bloom que con lo
que él mismo define como “escuela del resentimiento”. Así las cosas, hemos de
partir de que todos podemos identificar cuáles textos son clásicos y cuáles no
lo son, y además, en virtud de qué ostentan tal categoría. Que cada quien pueda
formar su propia lista de clásicos, que estas listas cambien con el tiempo o
que sean diferentes en una cultura o en otra –en fin, que los cánones se transformen–
no debe ser la conclusión, sino apenas el evidente punto de partida en el cual a
lo mejor vale la pena reparar, so pena de quedar paralizados desde el vamos.
En
todo caso, la tarea o el intento por definir qué es un clásico ha sido
realizada con bastante éxito por Italo Calvino en un libro que es ya –él mismo–
un clásico, aunque apenas supera las tres décadas –a pesar de que no por
clásico todos lo hayamos leído–, y de donde es más que seguro se tomó el título
para esta velada.[3]
En
este libro, Calvino comparte las ideas de que un clásico no termina nunca de
decir lo que quiere decir, se sacude fácilmente el polvo de la crítica y se
confunde con el inconsciente colectivo. Dice: “Los clásicos son esos libros que
nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la
nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas
que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres).”[4]
Pues
bien, armados con esas herramientas mínimas, y hechas las salvedades del caso,
vamos directo al problema.
Calvino
argumenta que es más fácil leer los clásicos que no leerlos. Siguiendo esta
posibilidad, aventuro una primera respuesta, que quizá peque de grosera: ¿Por
qué leer los clásicos? Porque sí. Porque están ahí, a la mano. Pero más allá de
la rudeza o de la simpleza de dicha respuesta, esta nos sugiere dos caminos: a)
la posibilidad de hacerlo justamente porque carece de toda “utilidad” –el otium es quizá una de las mayores
transgresiones en nuestras sociedades– y b) porque no hay ningún imperativo
para hacerlo. ¿Por qué leer los clásicos o por qué no leerlos? Alejemos ese
tufo moral y reivindiquemos el derecho de leer lo que cada quien desee, tal y
como nos invita Pierre Bayard a partir
de un personaje de El hombre sin
atributos, de Musil (clásico que no he leído): entender la lectura como la
capacidad para establecer una red de relaciones, más que como una acumulación
de obras.[5]
Entonces,
una vez escogida esta primera respuesta, podemos aventurar otras opciones.
Queremos
leer los clásicos porque en ellos lo actual deja de importar, y el tiempo
mítico nos permite entrar en contacto con lo eterno, es decir, con lo que está
fuera del mundo y de sus miserias cotidianas. Pero no se trata de una lectura
evasiva, se trata de una lectura de plenitud. Los clásicos nos arrastran con su
fuerza verbal en un torrente que atraviesa los siglos, un vendaval de voces que
nos sugieren que el mundo es más extenso y más complejo que nuestra pequeña
parcela diaria. Un clásico no necesariamente debe tener mil años porque un
clásico es un palimpsesto, un banco de coral en el que se depositan, cual
sedimento, los ecos de palabras dichas hace mucho.
Pero
también dejemos algo claro. Los clásicos no confortan. No dan sentido a la
vida. Muy al contrario nos descubren el vacío. Son clásicos porque enfrentan al
ser humano con sus miedos, y no le dan respiro, y no le dan tregua, y lo
obligan a reconocerse pequeño e insignificante en el universo.
Al
respecto, reflexiona Bloom:
¿De qué sirve la sabiduría si sólo
puede alcanzarse en soledad, reflexionando sobre lo que hemos leído? Casi todos
nosotros sabemos que la sabiduría se va de inmediato al garete cuando estamos
en crisis. La experiencia de hacer de Job es, para la mayoría de nosotros,
menos severa que para él: pero su casa se desmorona, sus hijos son asesinados,
está cubierto de dolorosos forúnculos y su esposa, magníficamente lacónica, le
aconseja: «¿Todavía perseveras en tu entereza? ¡Maldice a Dios y muérete!» Eso
es todo lo que le oímos decir y se hace difícil de soportar. El libro de Job es
una estructura en la que alguien se va conociendo cada vez más a sí mismo, en
la que el protagonista llega a reconocerse en relación con un Yahvé que estará
ausente cuando él esté ausente. Y esta obra, la más sabia de toda la Biblia
hebrea, no nos concede solaz si aceptamos dicha sabiduría.[6]
Extrañeza,
fuerza, sabiduría. Para Bloom, la “extrañeza” es “una forma de originalidad que
o bien no puede ser asimilada o bien nos asimila de tal modo que dejamos de
verla como extraña”.[7] A la vez, los
clásicos nos muestran nuestras limitaciones, nos acercan a la muerte, al
misterio último, al único absoluto que existe: la muerte, según Terry Eagleton.[8]
Para Bloom, la literatura incluye “todos los trastornos de la humanidad,
incluyendo el miedo a la mortalidad, que […] se transmuta en la pretensión de
ser canónico […] La retórica de la inmortalidad es también una psicología de la
superviviencia y una cosmología.[9]
Ahora
bien, hasta ahora he estado ensayando una respuesta para lectores. Una para
escritores debe ser algo diferente.
Un
escritor sí debe, sin duda alguna, leer los clásicos, simple y llanamente
porque son la voz de la tradición y por tanto serán el fundamento de su propia
voz. Porque solo en el diálogo es posible crear nuevas formas, porque la
escritura es una actividad humana, concreta, material, convencional, con normas
y parámetros. Solo quien considera la literatura –o la escritura– como algo
espiritual, como un don o como una profecía piensa que la tradición no es
importante, y más aún, piensa que no hay reglas ni parámetros, con lo cual la
actividad del escritor sería magia, religión o metafísica. El escritor frente a
la tradición no es una bacante o un acólito, sino un arqueólogo, un espeleólogo
o un cirujano. El lugar de un clásico no es un altar, sino la mesa de disección.
Solo escarbando –excavando– en la tradición seremos capaces de encontrar las
huellas y los cimientos del presente.
Reencontrados
el lector y el escritor, avancemos.
Es
importante insistir en la noción de diálogo. Los clásicos no son monumentos impenetrables,
piedras angulares que deben permanecer sin ser tocadas o contaminadas. Al
contrario, el mayor homenaje que se le hace a un clásico es leerlo, pero sobre
todo releerlo; sí, vivirlo, llorarlo, sentirlo, encarnarlo en la propia piel,
pero también desarmarlo, exprimirlo, darle vuelta, faltarle el respeto,
encararlo, luchar con él y contra él, porque todo placer implica ante todo un
trabajo y además un displacer. Corolario: un escritor siempre estará en lucha
contra Cervantes o contra Góngora.
Los
clásicos parece que nos hablan en una lengua muerta, por eso lo primero que
presentimos es su ritmo: nos dejamos seducir por la música antes que por el
sentido. De ahí su extrañeza, esa extrañeza que nos atrae y también nos repele.
Escuchamos una voz que no entendemos, pero seducidos, entre sus capas empezamos
a descubrir su poder simbólico. Los clásicos son el canto de las sirenas de la Odisea.
El
presente nos obliga a estar vigilantes del significado inmediato, el que nos
sirve para comunicarnos y por ende para sobrevivir. El pasado, como es eterno
–aunque no siempre vaya a serlo– nos da también otro camino, uno en el cual podemos
atisbar la trascendencia o el abismo (son lo mismo y se confunden). Los
clásicos nos separan del mundo, suspenden el tiempo, lo superan todo, nos
llevan a un espacio diverso. Voluntad de perpetuidad y anhelo de futuro.
William
Logan afirma que la tradición ha probado ser permeable, pero sobre todo
resistente, capaz de recuperarse y de adaptarse, motivo por el cual se
reimprimen viejas novelas y poemas, porque los lectores agradecen más los
encantos del lenguaje que la crueldad del crítico. De igual forma, aduce que
los profesores de literatura, armados con su jerga (“transgresión”, “el otro”, “deconstrucción”),
cada día enseñan menos literatura y más filosofía e historia social.[10] En todo esto
coincide con Bloom, quien cree que a pesar de las modas la mente siempre
retorna a su ideal de belleza,[11] y con Adam
Zagajewski, quien sabe que a pesar de que nos dejamos seducir por la ironía,
siempre estamos aguardando por la manifestación de lo sagrado.[12]
De
los clásicos, podemos afirmar lo que apunta Logan sobre la mejor poesía: a
menudo ha sido tan compleja, tan oscura, que los lectores han luchado
apasionadamente por ella.[13] Dice Zagajewski:
Despertarse y dormirse, dormirse y despertarse,
atravesar períodos de duda, de melancolía, pesada como el plomo, de indiferencia,
de tedio, y después, en épocas de animación, de claridad, de intenso y alegre
trabajo, de felicidad, de gozo, recordar y olvidar y acordarse de nuevo que
aquí a nuestro lado arde el fuego eterno, un Dios de nombre desconocido, y que
nunca podremos llegar a él.[14]
Leer los
clásicos porque sí, porque están ahí, porque anuncian aquello que apenas
logramos suponer. O tan solo porque es infinitamente más divertido y
estimulante sufrir por un mal de amor que por el precio de la luz o el pago del
alquiler.
Así, quisiera creer que Las ciudades invisibles, libro hermoso como el que más, ilustra en parte lo que Calvino buscó expresar en Por qué leer los clásicos, y por esa misma ilusión, quisiera creer que puede servir de cierre a mis propios balbuceos. Por eso, para terminar, permítanme un cierre circular, con un texto tomado de aquel libro, a modo, si se quiere, de (no) definición tautológica:
Las ciudades y la memoria. 2
Al hombre que cabalga alegremente por tierras agrestes
le asalta el deseo de una ciudad. Finalmente llega a Isidora, ciudad donde los
palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracolas marinas, donde se
fabrican con todas las reglas del arte catalejos y violines, donde cuando el
forastero está indeciso entre dos mujeres siempre encuentra una tercera, donde
las peleas de gallos degeneran en riñas sangrientas entre los que apuestan. En
todas estas cosas pensaba el hombre cuando deseaba una ciudad. Isidora es,
pues, la ciudad de sus sueños; con una diferencia. La ciudad soñada lo contenía
joven; a Isidora llega a edad avanzada. En la plaza hay un murete desde donde
los viejos miran pasara la juventud: el hombre está sentado en fila con ellos.
Los deseos ya son recuerdos.[15]
Eso, señoras y
señores, es un clásico. Y por esa convicción –inquebrantable y vital– debemos
leerlo.
Referencias
[1] Leído el martes 22 de octubre de
2013 en la Alianza Francesa (barrio Amón, San José, Costa Rica), en el marco de
Leer es una Fiesta, en el conversatorio “¿Por qué leer lo clásicos?”, junto con
Carlos Cortés y Carlos Villalobos.
[2] Roland Barthes, Crítica y verdad (José Bianco, trad.), México: Siglo XXI, 12.ª ed.,
1996, p. 53. [Texto original de 1996, 1.a ed. en español de 1971]
[3] Italo Calvino, ¿Por qué leer los clásicos? (Aurora
Bernárdez, trad.), Biblioteca Calvino 19, Madrid: Siruela, 2009. [Libro
electrónico, edición para Kindle de 2012; edición original en italiano de 1991]
[4] Ídem.
[5] Pierre Bayard, Cómo hablar de los libros que no se han
leído (Albert Galvany, trad.), Compactos, Barcelona: Anagrama, 2011, pp.
21-31. [Edición original en francés de 2007]
[6] Harold Bloom, ¿Dónde se encuentra la sabiduría?
(Damián Alou, trad.), Madrid: Taurus, 2006, p. 9. [Edición original en inglés
de 2004]
[7] Harold Bloom, El canon occidental (Damián Alou,
trad.), Colección Compactos, Barcelona: Anagrama, 2001, p. 13. [Edición original en inglés de
1994]
[8] Terry Eagleton, Después de la
teoría (Ricardo García Pérez, trad.), Referencias, Barcelona: Debate, 2005,
pp. 197 y ss. [Edición
original en inglés de 2004]
[9] Bloom, El cannon occidental, óp. cit., pp. 28-29.
[10]
William Logan, “Introduction. Poetry in the Age of Thin”, The Unidscovered Country. Poetry in the Age of Thin, New York:
Columbia University Press, 2005. [Libro electrónico, en
Google Books]
[11] Bloom, ¿Dónde se encuentra la
sabiduría?, óp. cit., p. 15.
[12] Adam
Zagajewski, En la belleza ajena
(Ángel E. Díaz-Pintado, trad.), Colección Narrativa Contemporánea, Valencia: Pre-Textos,
2.ª ed., 2011, p. 223. [Edición
original en polaco de 2000]
[13]
William Logan, Our Savage Art: Poetry and
the Civil Tongue, New York: Columbia University Press, 2013. [Libro electrónico, en Google
Books]
[14] Zagajewski,
En la belleza ajena, óp cit., pp.
247-248.
[15] Italo
Calvino, Las ciudades invisibles
(Aurora Bernárdez, trad.), Biblioteca Calvino 3, Madrid: Siruela, 15.ª ed., 2007,
p. 23. [Edición original en italiano de 1972]
Comentarios
Laura, gracias. Y claro, la Biblia es toda clásica, y el Cantar es hermoso. Cuando hablo de la muerte no es como tema único, sino como el signo que motiva. La conciencia de nuestra finitud es la que nos mueve a hacer lo que hacemos: a vivir o a matar, al amor o a la esperanza.
Saludos a ambos
Saludos y gracias por pasar.