Llegué a los acetatos cuando ya iban de salida
Empecé a coleccionar música quizá a los 15 años. En ese
tiempo, como podrán imaginar, mi poder adquisitivo era mínimo. Así, entre 1990
y 1993, aproximadamente, armé una pequeña discoteca, con casetes comprados y
grabados y con unos 50 discos de larga duración (LP, vinilo, acetato, etcétera).
Pero esos fueron justamente los años en que el formato de los vinilos pasó de
moda. Bajó su producción y emergió el todopoderoso disco compacto. Sumado a
esto, se dañó la aguja de mi tornamesa, y debido a la caída en popularidad de
los discos “grandes” fue imposible hallar una nueva. Al año siguiente tuve mi
primer reproductor de discos compactos y mi exigua colección de acetatos pasó a
dormir el sueño de los justos.
Entre 1994 y el 2006, logré reunir unos 300 discos compactos,
y claro, me resistía a bajar música. Quemar discos me parecía aberrante.
Disfrutaba aún en esos años de sentarme o acostarme para escuchar un disco
completo, repasar los libritos, memorizar las letras. (El poco inglés que
manejo lo aprendí así y viendo cine. Hoy, es muy posible que pueda relacionar
una palabra con la canción de la cual la aprendí.)
Pues sí, me negaba a bajar música… hasta que llegó la banda
ancha, y no hubo marcha atrás. Horas, días, semanas enteras dedicadas a
rastrear lo “inconseguible”, lo “inclasificable”. Cientos de canciones, decenas
de discos quemados sin etiquetar. Y es que con tanta abundancia, la música
pasa a segundo plano. Dejamos de escucharla, obsesionados por coleccionarla, o
más bien, por acumularla. El formato digital hace que dejemos de prestar
atención. Hay más formas y lugares para reproducir el sonido, pero nosotros
hace mucho que abandonamos la sala, el cuarto, y solo escuchamos el ruido de una
contemporaneidad efímera (como toda contemporaneidad).
Tenemos computadoras, celulares, smpartphones, equipos en
los carros, reproductores de todo tipo (ipod, ipad, iphone), pero cada día
escuchamos menos música. Solo hay sonido de fondo, “música ambiente”. Ahora
toda la música es de elevador, de supermercado, de consultorio de dentista,
porque ya la música no importa. Obsérvese el comportamiento típico de un
adolescente con un ipod. Simple y sencillamente pasa de un tema a otro sin
detenerse a pensar, a escuchar. Bien valdría que las canciones hoy durasen 10
segundos. Nadie lo notaría. Bajamos canciones y saltamos de pieza en pieza sin
sentido, solo porque ahí están. Un problema de exceso. (Y ni siquiera hemos
llegado al problema de iTunes.)
La música debe disfrutarse, escucharla realmente es un
ritual
El asunto es que durante el reinado del disco compacto,
conseguir una tornamesa no era algo muy común. Sin embargo, eso ha cambiado,
quizá por el auge digital que acabo de explicar. Las miradas, y los oídos, hoy
se vuelven a los acetatos, a las formas “antiguas” de escuchar. Yo, con mi coleccioncita de discos de vinilo
guardada, hace tiempo que quería ponerlos a girar de nuevo. Pero repito, el asunto
no era fácil. No solo era cuestión de comprar la tornamesa, sino que por lo
general se requería un sistema de sonido para poder amplificarlo, y ya nadie
tiene equipos de sonido en casa, ¿o sí?
Pero todo cambió hace unos días. Entré a una tienda de
discos a ver para matar el rato y salí con un modesto aparatito marca Crosley.
Muy completo. Es tocadiscos, tiene radio AM y FM, con entrada para USB y para
SD, guarda directamente en mp3 y trae los parlantes incorporados.
Llegué a casa, 20 años después, reacomodé la ínfima
coleccioncita de long plays, armé el tocadiscos y desempolvé una edición
original de Radio One, de Jimmy Hendrix, un acetato doble, en vinilo transparente,
que solo tiene tres caras (la cuarta es lisa). Encendí el aparato, moví el
brazo y un click anunció que el plato empezaba a girar. Puse el disco, bajé la aguja, se
escuchó el crepitar, y la guitarra de Hendrix emergió poderosa, incendiaria
(como dice el protagonista de Almost Famous). No sé si son ideas mías o si todo
se debe a la magia de Hendrix, pero eso sonaba salvaje, fuerte. A unos 30
metros nadie hubiera podido asegurar que se trataba de un acetato.
Los discos, luego de veinte años guardados, parecen no haber
sufrido por nada. Ni polvo ni rayaduras (nuevas). Luego de Radio One puse Lisztomania, la
banda sonora de la película homónima, que estoy seguro no es lo más usual en
You Tube. Luego vino In Concert, otro doble de otra “suicida”: la Joplin. Después
el Double Fantasy, de John y Yoko, en vinilo rojo. Y hace dos noches, por
primera vez en mucho tiempo, junto con mi esposa, escuchamos completo un álbum:
el extended play de Sting Nada como el sol, con versiones en español y portugués
de su disco Nothing Like the Sun.
Porque de eso se trata, de aprender a escuchar de nuevo. Más
allá de que realmente el sonido de un vinilo sea superior (de por sí tengo pésimo
oído y este tocadiscos no es el más sofisticado del mundo); más allá de la nostalgia
y del predecible “hipsterismo”, se trata de tomarse el tiempo, de reposar, de meditar, de permitir -sin vergüenza freudiana- que los sueños diurnos (o los mojados)
resurjan, y tomen su lugar en esa posibilidad de construir o habitar otros mundos.
Que haya un lugar como El Sótano, donde solo
ponen música en long play, que yo me haya tropezado con mi crosley o el artículo de hoy en La Nación son mera casualidad, contingencia o cruce de
astros. Ustedes ya saben, busquen la forma de aprender a oír de nuevo. Yo
apenas comienzo y espero que no se me pase esta fiebre. Además, ya pueden
hacerse una idea de qué regalarme en Navidad, en mi cumpleaños, el día del niño
o simplemente porque son gente buena nota.
Comentarios
Saludos
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