Formados en la escuela de los veleidosos, idólatras del fragmento y del
estigma, pertenecemos a un tiempo clínico en que únicamente nos importan los casos.
Sólo nos interesa lo que un escritor se ha callado, lo que hubiera podido decir, sus profundidades
mudas. Si deja una obra, si se explica, se asegura nuestro olvido.
Magia del artista irrealizado…, de un vencido que desaprovecha sus
decepciones, que no sabe hacerlas fructificar.
E. Cioran
Por razones que quizá escapan a mi comprensión, un
grupo de escritores venezolanos decidió aliarse (aunque bien puede tratarse de
una confabulación en su contra) con un costarricense para nada díscolo y más
bien recatado que poco puede saber de asuntos literarios (o de cualquier otro
asunto, para los efectos). Así las cosas, resulta que decidieron un buen día
lanzar una especie de revista con el promisorio título de Las Malas Juntas. Y tal y como afirma la presentación, ninguno de
ellos sabía de qué iban a escribir los otros. Este desconocimiento no habla
tanto mal de los que no lo sabían, si no sobre todo de los otros, que en
realidad no sabían ellos mismos de qué iban a escribir. De hecho, es probable
que cada uno por su cuenta (o solo yo, ingenuo como siempre) tomara esa idea
como pretexto para arrancar.
Aquí se impone otro “preámbulo”. (La literatura
contemporánea parece que solo es capaz de existir en tanto ponga en entredicho
sus propios fundamentos: todo entre comillas, entre paréntesis; todo como una
disculpa o todo con el signo irónico del desprecio y abundancia de
justificaciones). El asunto es que a una semana de la fecha de cierre para
entregar los textos, no tenía ni idea sobre qué escribir. Y entonces imaginé un
texto. Sí, así como lo escuchan, imaginé un texto que empezaba más o menos como
este, en el cual jugaba (caía) en el lugar común de presentarme como alguien
con pocas luces para escribir, con la esperanza secreta de que al final de tan lamentable
proyección surgiría, luminoso, un texto genial que sería alabado por todos.
Jugando con tales (descabelladas) fantasías, y entre
otros trámites como engullir un bife de chorizo (ya se ve lo que la gastronomía
le aporta a las letras), más por inercia que por deseo, entré en una librería y
compré las novelas La hija del
sepulturero, de Joyce Carol Oates y Dublinesca,
de Enrique Vila-Matas. De inmediato me sentí “inspirado”. El solo hecho de
comprar esos dos libros y repasar sus contracubiertas me provocaron una “lluvia
de ideas”: la literatura como fragmentos, la literatura como palimpsesto, la
literatura contra las momias de Guanajuato; la literatura como disolución del
sentido, la literatura como aventura, la literatura… Anoté un par de sandeces en
una servilleta (al mejor estilo de los clásicos) y pensé en escribir una vez
llegara a la casa.
Luego presté La
hija del sepulturero a una hermana que hacía días me había pedido un libro.
Yo por mi parte empecé a leer Dublinesca,
y entonces se me ocurrió que lo mejor sería ensayar una lectura de esta novela,
ensayar también con esa escritura que Vila-Matas parece añorar, o con ese
universo en el que la literatura no necesariamente debía estar entrecomillada
para pretender ser “respetable”: el universo literario de la épica, un género
ya agotado, no apto para nuestros tiempos; porque en el fondo eso es lo que
busca esta historia de Vila-Matas: entonar “un réquiem por la era de la
imprenta, de la galaxia Gutenberg”, pero sobre todo, un réquiem por una literatura
de la cual el Ulises, de James Joyce,
es punto alto. Pero no puede evitar Vila-Matas señalar que un gesto tan
apoteósico como un réquiem, es solamente posible como un gesto paródico, en una
época en la que supuestamente nada puede quedar (o nada ha quedado) en pie.
***
De Enrique Vila-Matas solo he leído dos obras, y las
dos me han gustado bastante. Separadas en el tiempo de su publicación y de mi
lectura, ambas parecen estar hermanadas por ese espíritu que algunos insisten
en llamar “posmoderno”, por esa impresión de que todo es efímero, frágil, y de
que en realidad no vale la pena molestarse. La primera fue Historia abreviada de la literatura portátil, que leí hace unos 18
años, y ahora, como si de una segunda mayoría de edad se tratara, Dublinesca.
En aquella primera historia, el autor español se
mueve en esa línea sutil que se traza entre lo real y lo ficticio, tema
predilecto de nuestra era, y a través de fragmentos, cartas, diarios y demás
artilugios (todos ellos “apócrifos”), pretende evocar el espíritu de las
revoluciones estéticas de las primeras tres décadas del siglo XX, al recrear la
crónica del supuesto movimiento “shandy”. La operación que realiza Vila-Matas
se ajusta un poco al sentir de las décadas posteriores a la segunda guerra mundial
(sobre todo entre 1960 y 1980), y que se verían reflejadas en las teorías y
filosofías posestructuralistas, tan amigas de las superficies, tan cercanas a
lo reaccionario muchas veces, tan dóciles al capitalismo tardío. Posiblemente
por esa razón esa novela me sedujo en ese momento en que yo empezaba mis
andanzas universitarias por la Facultad de Letras de la Universidad de Costa
Rica. Desde Freud, Lacan o Foucault, pasando por Bajtin o Jakobson, y hasta
Derrida, Todorov o Kristeva, la literatura parecía ser única y exclusivamente
un campo minado donde el sentido nunca era lo que aparentaba, y así fue como
leí esa Historia abreviada de la
literatura portátil. Curiosamente, varios años después, ya pasados sus
sesenta años, Vila-Matas parece también haber llegado a ese punto en que las
teorías no dicen mucho y la realidad vuelve a ser fría y cruel, dura, pero ante
todo, “real”, y de alguna manera, considero que Dublinesca da cuenta de ello.
En esta novela se nos presenta a Samuel Riba, editor
retirado que asiste a un mundo en el que las producciones digitales parecen
anunciar el fin de una época, el fin del texto impreso. Riba, algo angustiado,
algo desencantado, se propondrá realizar un viaje a Dublín junto con tres
amigos para festejar el Bloomsday (16 de junio), como una manera (muy íntima
porque se lo cuenta solo a uno de ellos) de despedir esa era de la imprenta,
tomando como punto de partida el Ulises,
obra que cuenta entre las más importantes de dicha era.
En el fondo, el desencanto de Riba quizá se deba a
que piensa que en su trabajo faltó haber descubierto a ese “escritor genial”
que habría de cambiar el mundo. Esto lo percibe como un fracaso y se siente
desolado. De igual forma, siente que detrás del catálogo que construyó como
editor existe una persona que él ya desconoce. A la vez, es factible darse
cuenta de que Riba es, también, un escritor no realizado, y que como la mayoría
de los escritores de nuestro tiempo ha ido abandonando los libros y el trabajo
diario sobre el papel por horas sentado frente a la computadora, entre Google,
bitácoras, redes sociales y demás, actividades que lo minan, que lo drenan, que
lo secan hasta dejarlo sin nada.
Estas ideas se le aparecen a Riba como ecos o
reflejos del propósito de Joyce con el Ulises:
con un decorado épico, homérico, dar cuenta de las trivialidades de la vida
cotidiana. Riba admira este logro de Joyce, pero también lo considera un engaño
(aunque no aclara por qué). Esta postura me hace leer en Dublinesca una doble historia: la de un hombre que ha vivido los
avatares de esa cotidianidad hiperreal de la posmodernidad y la de un hombre
cansado de todo ello, que se da cuenta de que toda la parafernalia de las
“pequeñas historias”, de la “exaltación de lo fragmentario”, de “la cultura del
consumo”, de la “oda multicultural”, de la “hibridez”, de la “velocidad de
nuestros tiempos”, de la “incertidumbre” no son más que pretextos vacuos para
la pasividad y la alienación. Asimismo, Riba es una parodia de sí mismo, y la
novela nos ofrece ese doble matiz también al cuestionar ese sentido
apocalíptico de nuestro tiempo (como si todos los otros tiempos no hubiesen
sido también apocalípticos).
***
Vuelvo a mis cavilaciones iniciales, a esas que me
rondaban mientras decidía sobre qué escribir. En esos flechazos de nada, no
podía evitar pensar en que toda la literatura no es más que un cúmulo de
fragmentos, que todos los libros no son otra cosa que tachaduras sobre antiguos
frases, sobre añejas palabras que poco a poco van cambiando su sentido, hasta perderlo
por completo. No sé si esto tenga que ver con una página en blanco, con Maurice
Blanchot o con el zen. Más bien a veces creo que tiene que ver con mis propios
límites, con mi incapacidad para imaginar otro mundo, otra metáfora de eso que
hemos denominado literatura, así a secas. Puede ser. ¿Mis limitaciones o las
limitaciones de la literatura? Esto es, claro está, mera expresión de
incertidumbre, pero incertidumbre común y silvestre, no incertidumbre
convertida en bálsamo metafísico para la falta de respuestas de nuestro tiempo.
Si la literatura no es otra cosa que un palimpsesto,
¿realmente no importaría mucho lo que pongamos sobre capas o bajo capas de
otros trazos? ¿Cuál es la relevancia de esos trazos? Ahora, cuando escribo algo
que pretende no ser poesía (aunque cuando escribo poesía no sé si es algo
distinto, algo que no es Dios ni muerte ni aire), lo único que logro es
redactar breves notas, como estas, hilada artificiosamente y con sus mecanismos
expuestos al público, y entonces me deprimo porque no sé si soy un escritor o
un vulgar imitador de las hordas posmodernas; pero igual no sabría cómo
identificar a un escritor, serecillo volátil como el que más, igual que Riba no
logra nunca saber si habría sido capaz de reconocer a ese genio perdido que lo
habría llevado a la gloria.
También, me he dado cuenta de que me siento movido a
escribir cuando tomo un libro y releo su carátula, una página suelta, el
comentario de la solapa, un título, todo esto porque cada vez leo menos y
entonces me doy cuenta de que así es como se va formando nuestro acervo, a
través de partículas mínimas e incomprendidas que se fusionan en un todo con
apariencia de totalidad, de posibilidad. Cada vez leo menos y entonces escribo
menos, y cuando decido hacerlo lo que resulta es un conjunto de citas, de
aforismos pretenciosos o meras frases sueltas. Es como si un sopor se apoderara
de mi (ojalá fuera spleen o saudade). Es cuando me abandono a esa
muleta ya conocida: que sean los lectores los que deduzcan el sentido, yo me limito
a exponerles las líneas torcidas, las letras oscuras...
… la historia de unos fragmentos, de unos sonidos
que poco a poco se van haciendo menos audibles, en medio de la barahúnda de
nuestra era, una era destinada al fracaso, como todas las eras, como todos los
tiempos, porque solo en el fracaso somos capaces de escuchar la historia de la
humanidad en todo su esplendor…
Intuición que nunca puede ser confirmada: eso es la
literatura.
Alajuela,
Costa Rica, sábado30 de abril de 2011,
día de la
muerte de Ernesto Sábato
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