Uriel Quesada, El gato de sí mismo, San José: ECR, 2005, 346 pp.
Pocas cosas conmueven a Cartago, ciudad que no cambia desde que se inventó el recuerdo.
U. Quesada, p. 29
No cabe duda de que ya hace rato Uriel Quesada se ha consolidado como uno de los narradores más importantes de Costa Rica, y su novela El gato de sí mismo (Premio Aquileo J. Echeverría 2005) es testimonio de ello, de su estilo, de su calidad narrativa, de su visión de mundo, un mundo que es observado con lentes que se van cambiando conforme avanzamos en sus páginas.
La historia es relativamente sencilla: el protagonista (Germitán, Hermann, Germán, etc.), quien hace mucho fue echado de la casa paterna por su homosexualidad, regresa a su ciudad natal para ver a su padre. Ahora, lo complejo y enriquecedor de esta premisa básica es el verdadero viaje interior que realiza el personaje a través del tiempo y del espacio; pero especialmente mediante sus recuerdos y sus deseos, en una especie de ajuste de cuentas, más que con su familia, consigo mismo.
Por otra parte, me atrevería a decir que es la forma que utiliza Quesada para narrar donde radica lo mejor del texto (como debe ser). Desde un inicio, el protagonista divaga en lo que parecen ser epístolas o monólogos, y todo lo que vemos lo vemos a través de su mirada, que va elucubrando este universo en su propio interior.
La novela cuenta el regreso a Cartago de Germitán, pero ese Cartago es a la vez Versalles, en la Francia de Luis XVI (así llama el protagonista a su padre: Luis Dieciséis), y es a la vez la Rusia zarista (su madre es Rasputina y existe Sanjosesburgo); y Germitán es un príncipe y su hermano Alberto también y las calles revisten un carácter real. Esta analogía, manera de entender el mundo, adquiere a la vez un tono completamente irónico por dos razones: por un lado, se trata de elaborar la crítica de un sistema monárquico (equiparado a nuestra democracias) que cercena las libertades individuales; pero a la vez, se trata de ironizar sobre la disparidad entre Luis XVI y su padre, porque curiosamente, el rey francés fue adalid de luchas por los derechos humanos (al menos tal y como se entendían en aquella época).
También, al remitirnos a la Francia del siglo XVII, la novela juega con recursos barrocos, que me recordaron de inmediato el inicio de El arpa y la sombra, de Carpentier: “Atrás quedaron las ochenta y siete lámparas del Altar de la Confesión”. Así, la hipérbole es la otra figura retórica de la que se vale Quesada para ridiculizar ese mundo intolerante, cerrado, chato, de doble moral que de una u otra forma lo ha condenado. Al describir su casa de Cartago menciona amplios pasillos, innumerables puertas y ventanas, en clara alusión a la descripción de los palacios reales de la regencia. Dice hacia el final: “Cuando logro salir al pasillo de las trescientas quince puertas…” (p. 325). También, la edad de su padre o de Rasputina pueden alcanzar las centurias.
A lo largo del relato se nos va ofreciendo otra serie de intertextos, como el spaghetti western, en el que Germán se convierte en Skinny Hermann. También recurre el narrador a las canciones tradicionales, a otros géneros cinematográficos o a la historia. Un personaje que aparece varias veces es Hipatia de Alejandría, mujer que padeció precisamente los vejámenes de una época y una cultura intolerantes con la diferencia. Junto con todos estos elementos, se muestra la relación, entre otros personajes, con Pseudo Longino e Íñigo, de quienes sabemos por esas retrospecciones que realiza el protagonista. En muchas de estas digresiones, un aspecto que resurge tiene que ver con el proceso mismo de la escritura, y el deseo reprimido, o pospuesto, para escribir como forma de des-sujetarse, es decir, de alcanzar la individuación.
En fin, sobra decir que estamos frente a un texto lleno de elementos por analizar, y que las posibilidades de lectura se abren constantemente. El gato de sí mismo da cuenta de una sociedad patriarcal occidental, y elabora la crítica de dicha sociedad a través del viaje interior de un ser que se transforma poco a poco, incluso a costa de transfigurarse en una serie de personajes, o de escindirse en diversas caras y personalidades, en un gesto esquizofrénico, como si esa fuese la única salida para el tormento de convivir en un mundo con seres que no aceptan su personalidad y actúan con el fin de invisibilizarla.
Solo un apunte final: Germitán ha sido expulsado de la casa paterna. Regresa a ver a su padre, pero en este reencuentro solo se confirma por un lado la fractura del sujeto, pero a la vez su autoafirmación. No hay perdón, no hay reconciliación. Hermann dice lo que desea, y en este decir se reconstruye, en lo que a lo mejor sea su transfiguración final, la cual ha trazado un círculo del primer capítulo de la primera parte al final de la segunda:
Me arrodillo para pedirle la bendición. Lo sacudo y me responde con un ronquido. “Mi tata, soy yo. Vine a verlo”.
El Rey abre lo sojos. Uno de ellos se ha llenado de blanco, el otro busca la voz que lo trajo del sueño. Yo sonrío.
“¿Se acuerda de mí?” (p. 27).
Yo le acaricio el rostro. Voy por sus nudos, sus profundas líneas. Llego hasta los labios y los recorro lentamente con mis dedos. Acerco mi boca a su oído. Con la mayor suavidad le respondo:
“Traidor”.
Luego me levanto y abandono la cámara real. (p. 328)
Comentarios
Yo he planteado justamente que la forma es lo mejor de la novela, puesto que la historia es relativamente sencilla (y eso no es una queja contra la historia, para nada). Aquí se podría aplicar aquello de que "el protagonista es el estilo".
La ambientación fantástica, un poco tomada de esos dibujos animados donde el personaje imagina a sus interlocutores y su espacio con otros ropajes me parece del todo acertada y bien manejada. Hay un equilibrio que en ningún momento se ve afectado o artificioso.
Ahora, en este punto, sí concedo que soy particualrmente afecto a estos giros barrocos, a estos aires que para muchos pueden ser pretenciones y que para mí resultan de lo más disfrutable.
Quizá ese aire barroco es lo que relacionás con lo camp, pero bien apuntás que tampoco es el mejor acercamiento. Puestos a ello, diría que hay cierta estética kitsch, pero que no se convierte en centro ni del estilo de las ideas del personaje. Otro asunto sería delimitar lo camp de lo kitsch.
Sobre la idea de que el personaje sufra una enfermedad mental no me parece tan claro, por eso dije "gesto esquizofrénico", y no que él lo fuera. En todo caso, la fractura de un sujeto frente a un mundo que no lo reconoce se puede ver más como un problema existencial, social o filosófico que como un rasgo mental de Germitán.
El odio hacia Rasputina me parece tiene que ver con que ella tampoco hizo nada para evitar la "caída" del personaje. Ella es solo una representante más del sistema social represor.
En cuanto a la obra de Uriel, no soy experto en ella ni mucho menos, ni la he lído toda para determinar si este es su mejor trabajo. Lo que señalaba es que es un buen ejemplo de un narrador de calidad.
Saludos y gracias por el aporte
Juan: sí, esa es una de las posibles delimitaciones entre lo camp y lo kitsch, pero son términos que resultan bien jodidos. En "Notas sobre lo camp", Sontag hace un buen recuento de lo "camp", pero que también resulta sumamente abarcador. Creo que lo había citado a propósito de la entrada sobre Queen.
Saludos a ambos y gracias por pasar
Álex: guardando las diferencias estilísticas, esta novela me recordó parte de las tuyas, en esa conjugación entre universos aparentemente disímiles. Tu personaje está en San José, y de pronto aparece Gilles de Rais matando gente, y uno acepta el contrato, que además queda bien ejecutado. Y sí, la historia de Germitán es dolorosa.
Saludos a ambos y gracias por pasar
Saludos