El miércoles 14 de abril, a las 7: 00 p .m., en el Instituto Cultral de México se llevó a cabo la presentación de Relatos paganos, primer libro de cuentos de Luis Antonio Bedoya. El texto fue introducido por una breve nota de Gustavo Solórzano Alfaro. Los poetas Juan Pablo Medrano y Juan Carlos Olivas compusieron sendos poemas a propósito de los cuentos "El castillo" y "El amor de Yu". El compositor Mario Alfagüell creó una pieza para piano y narración, a partir del texto "Los ladrones", la cual fue interpretada por Irene y Carmen Alfaro. Finalmente, el autor agradeció al público presente y leyó el cuento "Los pobres". Como parte de la actividad, se realizó una exposicón de pinturas y dibujos de los artistas plásticos Crístofer Arias y Mato Alfaro.
Aquí, comparto el texto leído en la presnetación:
Acercamiento a Relatos paganos
Hoy tenemos la oportunidad de asistir, al menos de una forma poética, a los antiguos cultos de la tierra y los ciclos naturales, cuando el ser humano se sentía uno con el universo. Esto, gracias a la colección de cuentos Relatos paganos, primera obra del escritor y músico Luis Antonio Bedoya. Sin embargo, la anterior afirmación no es del todo precisa, pues el paganismo que se destila de estas páginas no necesariamente está ligado a la tierra, sino más bien al hedonismo y los ritos de la carne. Bueno, quizá tampoco eso sea acertado. En todo caso, lo que interesa señalar es el carácter decididamente heterodoxo de la propuesta que encontramos en estos relatos.
Sabemos que el término pagano se usa hoy día casi exclusivamente en su vertiente peyorativa, como sinónimo de ateo. Nada más alejado de la verdad, pues también sabemos que el término pagano hacía referencia originalmente a la gente del campo, “paganis”, que vivían en aldeas, “pagus”, y que seguía apegada a sus cultos, sin enterarse de las “nuevas religiones” que el imperio romano establecía. Por supuesto que los romanos de las ciudades también lo empezaron a emplear peyorativamente. Pero esa es otra historia.
Para ponerlo fácil, las religiones paganas son las que no corresponden las religiones abrahamánicas. Y para ponerlo aún más fácil, a la tradición juedocristiana. Esto queda evidenciado en la contraportada del libro, que plantea la posibilidad de “imaginar el mundo más allá del cristianismo”. Entonces, concentrémonos en esa afirmación y veamos de qué modo se cumple en estos cuentos de Bedoya.
Relatos paganos está conformado por seis historias. Las tres primeras nos remiten a mundos ajenos: sea la antigüedad grecolatina, en “Los ladrones” o a sociedades pasadas o futuras, no por mucho, en “Los pobres” y “Los filósofos”. En estos tres cuentos, la ética de sus protagonistas contraviene la tradición cristiana de la culpa y el pecado, y más bien apuesta por un universo que nos podría resultar de difícil comprensión. Los siguientes dos cuentos nos vuelven a sacar de nuestra zona de confort, y nos ubican en el paraíso perdido de la niñez. Pero ¿qué digo?, en realidad no nos muestran ningún paraíso, o en todo caso, solamente sus frutos podridos. “El castillo” y “La granja” eliminan todo rastro del mito del niño inocente. De seguro, Jesús no querría que esos niños fuesen hacia él. Sobre todo en “La granja”, se plantea la posibilidad de habitar un mundo libre del estigma del pecado original, libre de la culpa. El relato es terrible, atroz, pero sus ideas son planteadas con fuerza y lirismo evocador. Finalmente, en “El amor de Yu”, es precisamente el amor sacrificado el que es sometido a prueba. Esa noción de que amar es sufrir, tan propia de las religiones del libro, de que amar significa entregarse por los demás. Me atrevo a decir que este es quizá el mejor relato de todo el conjunto, y claro que estoy conciente de cometer una injusticia con los demás textos que conforman este volumen.
Ahora bien, he creído encontrar en estos Relatos paganos tres claves que nos pueden guiar en nuestra lectura, o que pueden perdernos irremediablemente. Esas tres claves son la poesía de Baudelaire, la filosofía de Nietzsche y los cuentos de Wilde. Del primero encontramos esa aguda observación y crítica de los hábitos y costumbres, del segundo el vitalismo y su oposición a la moralina, y del tercero, su enfrentamiento estético con la vida.
Pero hay sobre todo otra vía por la cual los cuentos de Bedoya permiten “imaginar un mundo más allá del cristianismo”: se trata del estilo, del lenguaje. Ahí donde las modas al uso solo conciben el lenguaje coloquial como medio de comunicación, Luis opta por presentarnos un universo lingüístico resignificado. Bebe de las fuentes del barroco, del romanticismo y del modernismo, para conjugar una prosa depurada al máximo, prolija e incluso si se quiere excesiva, en tanto excede nuestras expectativas del lenguaje y sus posibilidades.
Relatos paganos no es una lectura placentera ni fácil. El estilo de Luis puede resultar afectado para algunos, pero solo aquellos que se atrevan a bucear en esas aguas fangosas podrán salir vivificados, felices, pero especialmente, libres.
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Finalmente, un fragmento del relato "Los filósofos".
Los filósofos
(fragmento)
Nos aventuramos a la noche oscura. Olvidamos el resguardo, repudiamos de súbito la tranquilidad de la alcoba –nos volvemos repentinamente temerarios, aun nadando en la propia cobardía. No nos ataviamos, obstinados en nuestra derrota. Salimos indecisos, las manos ocultas entre las ropas; llevamos una perversión adentro que quizás después nos avergonzaría. La ciudad es lo bastante enorme para ocultar nuestro impudor. No hay que temer. Estamos solos en medio de la muchedumbre extática. Sombras, fantasmas, felices hijos del anonimato –pues nos ha sido negada toda fama, con méritos o sin ellos. Vagamos, deprisa, eléctricos, los ojos llenos de vigilante brillo, como múridos. Acechamos.
Uno de esos fantásticos truhanes paseaba –la suavidad de esta palabra es excesiva– por una avenida de eucaliptos. Iba sonriente pues tramaba alguna fechoría moral. Su paso rudo le confería un aire de pequeño burgués –la verdad, era un obrero corriente y de una básica educación que ya habría olvidado. Vestía mal. La oscuridad de la noche le infundía valor y, por ello, llevaba levantados pecho y cabeza. Silbaba una tonada vulgar y, de cuando en cuando, al recordar su travesura, sonreía más amplio, como ganando vigor. Pensaba que hallaría contento esa noche. Se equivocaba.
Avanzado que fue por la avenida de los eucaliptos, donde éstos entrelazaban elevadas sus copas para formar un dosel altísimo, experimentó cierta incomodidad espiritual. Creía ser observado. Los faroles eran altos y su luz no penetraba el follaje de la herbácea bóveda perfumada, por lo tanto, estaba, más bien, oscuro. Torcía un poco la avenida hasta atrás de una gran casa de terrazas. Dos carros, lo más, iluminaron con sus faros al pasar silenciosos. Apenas hubo el truhán llegado a la leve esquina, divisó un enorme carro pintado de oscuros tonos. Entendió que desde allí provenían las miradas que lo acongojaban. Se llevó la mano al cinto y la descansó sobre la pistola. Caminó frente al vehículo, mirándolo de soslayo. No había ruido. Tornó atrás la cabeza con recelo, y practicó una mirada feroz. Cuando quiso mirar de nuevo el camino, en lugar de ello, topó dos bultos oscuros que le cerraban el paso. Inútilmente quiso desenvainar. Le arremetieron sendos golpes en las sienes, le sujetaron con violencia y le dominaron en la acera. El carro pintado de colores oscuros se movió cerca, abrió una de sus puertas y descubrió otro bulto que el truhán no vio, pues el golpe lo había adormilado. Metiéronlo al interior y el vehículo emprendió silenciosamente viaje a otro sitio.
Despertó. Estaba en un parque o en un bosque. No había alumbrado ni señal de civilización alguna. Revisó sus bolsillos con angustia. Sólo el revólver no estaba. Al constatar que portaba todavía su dinero, se tranquilizó –cosa estúpida- y, maldiciendo a sus embromadores, siguió camino, en busca de las calles.
Caminó por el sendero bastante tiempo. No había resplandor de barrios en el cielo luctuoso ni ruidos de motores. Su corazón simple no temía. Y así permaneció buen trecho hasta que, a lo lejos, ante sí apareció una figura alarmante. Entonces, su corazón simple se llenó de espanto. Del follaje salió una máscara blanquísima, de cuencas negras. Quiso correr el truhán en dirección opuesta pero allí también encontró, un poco más cerca, la misma aparición. Tornó a diestra y otra figura aparecía… a sinistra, otro ángulo, otro más, pero la visión inmutaba. Ocho máscaras blancas de cuencas negras le cercaban. Maldijo el hombre, luego gritaba –ya sufría de horror. Maldecía de nuevo. Y las máscaras con extraño paso delicado, seguían aproximándose. Cuando el truhán se puso en guardia –así de exacerbada era su arrogancia–, las máscaras sacaron sus aceros rutilantes, bajo el influjo de la luna menguada. Se mantuvo quieto por un momento, confiado en su astucia de hombre simple. Siempre era posible argüir alguna razón o tomar una chanza. Se equivocaba.
Le pusieron grillos. Le aplicaron una mortaja asfixiante, cubrieron su cabeza con un saco y lo condujeron ya a envites ya a rastras a través de la honda oscuridad, apenas herida por los destellos lúgubres de los metales.
El oído le indicó que había ingresado en un sitio cerrado. Poco después, percibió entre el sayo que lo embozaba luces que se encendían. Nuevamente le asieron con furor y le acostaron en un metal enorme. Lo desnudaron con asombrosa presteza, lo amarraron de muñecas y tobillos, en equis. Adujo que era pobre, que nada podía darles, aunque sabía que no querían robarle. Adujo que jamás le había hecho daño a nadie para merecer venganza alguna, aunque sabía que estaba mintiendo. Finalmente, retiraron el saco de la cabeza.
Los enmascarados hablaban en lenguas. Algunos habíanse retirado las camisas, pero nunca la máscara. También había algunos que tomaban vino en copas. Al fondo había un gran sillón donde descansaba uno que fumaba pipa árabe. Estaba en una cueva. Del techo se enraizaban lámparas de bronces muy labradas. Las paredes se engalanaban de pinturas y colgaban, como ramilletes, manojos de flechas y espadines. Yelmos griegos asidos con cadenas se suspendían caprichosamente del cielo de la caverna. El truhán seguía argumentando. Miró lo que pudo en torno suyo y, con horror, se percató de que le habían amarrado a una máquina de funcionamiento misterioso. Los enmascarados parecían haberse desentendido de la situación. Seguían hablando en lenguas y tomando vino. Reían como si nada y hacíanse bromas. La confusión y el miedo del truhán crecían. De repente, casi quebrado el aliento, preguntó:
“¿Qué harán conmigo?”
Entonces, súbitamente, con raudo empeño, los enmascarados saltaron sobre el extraño potro, moviendo engranajes y ruedas. La máquina levantó un tanto la sección donde descansaba el cinto del truhán y un gran brazo mecánico apareció desde abajo del artilugio. Punteaba este brazo, como cola de escorpión, un gran falo, un dildo de oro macizo. Apuntaba esta prominencia a la entrepierna levada del truhán. Trajeron dos enmascarados una pieza de metal cuya base acoplaron al brazo mecánico mientras que la cúspide fue sujetada a una cadena pendiente del techo. Era una especie de péndulo. Uno de los enmascarados se acercó al hombre aterrado y le dirigió, susurrante, estas palabras:
“Siempre os damos dos opciones: aprendéis o sufrís.”
De inmediato, otro enmascarado accionó el péndulo. Éste, a su vez, activando el gran brazo mecánico, aproximaba el enorme dildo de oro al cuerpo del truhán, el cual había entrado en estado de histeria.
Fuera, en el gran parque de aquella ciudad, mecidos por el viento inconstante y perdidos en el vasto cielo nocturno, sonaron gritos y maldiciones, llantos y súplicas que nadie oyó jamás.
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Luis Antonio Bedoya, Relatos paganos. Colección Vieja y Nueva Narrativa Costarricense, n.° 136. San José: EUNED, 112 pp.
Comentarios
Pasaré más veces por aquí y dejaré mis impresiones.
Saludos
Ahab: bienvenido a esta casa. Me ha gustado tu espacio. Gracias por la inclusión.
Saludos a ambos y gracias por pasar