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Aprovecho, además, para presentar uno de sus poemas:
La memoria
Hay luces, allá a lo lejos; parecen luces de calderos,
el poeta queda absorto ante las broncíneas lumbres,
fuegos de espadas languidecentes, embebidas de sangre:
erial de las lágrimas acunadas en el fuego,
polvo cálido de rojas transparencias que dibuja,
sobre el negro pontón de la noche soberbia,
los símbolos, las insignias, los gallardetes y el misterio.
¡Ah, el misterio se puebla de luces bermejas
que semejan el polvo de la roja luna!
El poeta acuna en el fuego el tránsito quieto
de las lágrimas, los símbolos, las insignias.
Se ha emprendido el viaje y el mundo.
No mirar al corazón que tanto teme a la locura,
hermano de un centauro, lujuria
de los niños encanecentes y lozanos;
he aquí la razón, hallada la vigilia al través.
Había luces allende lo oscuro que eran rojas
y el poeta, entre rubios rosales, dulce y maldiciente,
igual a un dios-pastor, jugaba con los soles negros
y, entre los negros vinos, convocaba el delirio.
Jamás viví lejos de estas ruinas
que mi padre llamaba “De la Virgen del Socorro de Ujarrás”;
yo, que amo las ruinas y odio a mi padre,
jamás he conocido otros pastos, otro estanque;
nunca adoré otros muertos y ningún misterio
mayor ha sido que estos cipreses fatales
de extraño perfume. El licor del ciprés
a los Clavos de la Cruz mezclado es panacea.
Mi padre, que me odia, antaño llevóme a las ruinas
¡Yo, que amo las ruinas porque tardan para siempre!
¡Yo, simple mortal, tierno mortal, tierno mortal
cuyo corazón le aterroriza! Un ciervo brama.
Sólo brama el ciervo ante la pisada musgosa del Hado;
el poeta, que conoce la muerte, entre brezales de rosas hialinas
-el sol despuntando- canta al abismo con honda tonada,
y su lira es por todos y todos oída,
por el ciervo, el hijo y el padre.
He querido cantar en castizo, por encima de otras
lenguas muertas, el otoño y su llegada son buen signo;
¡atraviesen las vascas huestes imaginarias los lindes!
Ya me he confesado descreído, oh Castilla.
El poeta, hijo de los señores de León, tramonta
el Valle de los Calderos –por él así llamado.
Ha dicho que un místico envenenó la fruta del muchacho
cuando aún no le era dado el andar:
al siguiente día, tras los vómitos
y las trompetas del agónico estertor, el infante
hablaba con la elocuencia de un anciano sabio.
Es de temer la luz de ese campo,
es la muerte, deambulatoria campana;
el color encendido de ciertas rocas,
las cuales, al besarlas, infunden una feroz lubricidad.
He visto a Ligia besar las rocas durante la noche,
luego, corría hacia el estanque donde la ermita
su campanario derruido reflejaba nenúfares y peces;
a sus orillas, la hija del herrero parecía morir,
entre narcisos y dedos de difunto. El ciervo brama.
Estoy cierto de que la verdad está en esa colina,
debajo, encima de este pasto de caracoles líquidos,
estoy cierto de que hay voces angélicas en este monstruo.
Allí, por donde marcha el centauro, está la vida.
Luis Antonio Bedoya, escritor y músico, se lanza en una aventura arriesgada. Así, este viernes 27 de marzo, a las 8:00 p.m., en el Teatro de la Danza, en el CENAC, presentará el drama poético Himnos sacros y canciones paganas, basado en textos y música de su autoría. Quedan cordialmente invitados.
Aprovecho, además, para presentar uno de sus poemas:
La memoria
Hay luces, allá a lo lejos; parecen luces de calderos,
el poeta queda absorto ante las broncíneas lumbres,
fuegos de espadas languidecentes, embebidas de sangre:
erial de las lágrimas acunadas en el fuego,
polvo cálido de rojas transparencias que dibuja,
sobre el negro pontón de la noche soberbia,
los símbolos, las insignias, los gallardetes y el misterio.
¡Ah, el misterio se puebla de luces bermejas
que semejan el polvo de la roja luna!
El poeta acuna en el fuego el tránsito quieto
de las lágrimas, los símbolos, las insignias.
Se ha emprendido el viaje y el mundo.
No mirar al corazón que tanto teme a la locura,
hermano de un centauro, lujuria
de los niños encanecentes y lozanos;
he aquí la razón, hallada la vigilia al través.
Había luces allende lo oscuro que eran rojas
y el poeta, entre rubios rosales, dulce y maldiciente,
igual a un dios-pastor, jugaba con los soles negros
y, entre los negros vinos, convocaba el delirio.
Jamás viví lejos de estas ruinas
que mi padre llamaba “De la Virgen del Socorro de Ujarrás”;
yo, que amo las ruinas y odio a mi padre,
jamás he conocido otros pastos, otro estanque;
nunca adoré otros muertos y ningún misterio
mayor ha sido que estos cipreses fatales
de extraño perfume. El licor del ciprés
a los Clavos de la Cruz mezclado es panacea.
Mi padre, que me odia, antaño llevóme a las ruinas
¡Yo, que amo las ruinas porque tardan para siempre!
¡Yo, simple mortal, tierno mortal, tierno mortal
cuyo corazón le aterroriza! Un ciervo brama.
Sólo brama el ciervo ante la pisada musgosa del Hado;
el poeta, que conoce la muerte, entre brezales de rosas hialinas
-el sol despuntando- canta al abismo con honda tonada,
y su lira es por todos y todos oída,
por el ciervo, el hijo y el padre.
He querido cantar en castizo, por encima de otras
lenguas muertas, el otoño y su llegada son buen signo;
¡atraviesen las vascas huestes imaginarias los lindes!
Ya me he confesado descreído, oh Castilla.
El poeta, hijo de los señores de León, tramonta
el Valle de los Calderos –por él así llamado.
Ha dicho que un místico envenenó la fruta del muchacho
cuando aún no le era dado el andar:
al siguiente día, tras los vómitos
y las trompetas del agónico estertor, el infante
hablaba con la elocuencia de un anciano sabio.
Es de temer la luz de ese campo,
es la muerte, deambulatoria campana;
el color encendido de ciertas rocas,
las cuales, al besarlas, infunden una feroz lubricidad.
He visto a Ligia besar las rocas durante la noche,
luego, corría hacia el estanque donde la ermita
su campanario derruido reflejaba nenúfares y peces;
a sus orillas, la hija del herrero parecía morir,
entre narcisos y dedos de difunto. El ciervo brama.
Estoy cierto de que la verdad está en esa colina,
debajo, encima de este pasto de caracoles líquidos,
estoy cierto de que hay voces angélicas en este monstruo.
Allí, por donde marcha el centauro, está la vida.
Comentarios
que lastima...
Bievnenida a esta casa y gracias por comentar.
En cuanto al poema, pues me debato entre un gusto por lo arcaico y un disgusto por lo gratuitamente sobreadjetivado.
Creo que el poema ganaría mucho con diez o quince adjetivos de menos, y en especial, la poda de expresiones rebuscadas como "broncíneas", "languidecentes", "encanecentes" y otra fauna similar.
Tal y como él mimso señala en su blog, el espectáculo del viernes nos presentará a dos rapsodas, una bailarina y un corifeo, al mejor estilo del teatro griego.
Veremos cuál es el resultado de la propuesta esénica, pues hasta el momento yo no la conozco.